Un mismo jardín

Un mismo jardín

26 Mayo 2021
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Por Pura López Colomé

 

Al escribir acerca de algún libro que, en primer lugar, nos emociona, es decir, con el que entramos en inmediata resonancia; y, en segundo lugar, nos eleva espiritualmente, nos lleva al sitio privilegiado del pensamiento de los acuerdos y desacuerdos creativos, el mundo de nuestras propias lecturas, nuestra verdadera intimidad, nuestras silenciosas meditaciones y reflexiones. Al hallarnos ya entre palabras que remitan a todo esto, lo que querríamos es formularle al autor una serie de preguntas, quizás simple y sencillamente para comprobar que, en efecto, la flecha iba dirigida a donde creíamos y dio en el blanco, así como para conocer algunas de sus derivaciones y pluralidad, sus insospechadas implicaciones, su más allá.

            Las preguntas que he ido formulando a mis adentros intentarán resolverse desde esta orilla, a reserva de que el autor me enmiende la plana. Pertenezco muy a otra generación que Marco Antonio en todos sentidos, no nada más como poeta; pero soy una lectora insaciable de la poesía que los jóvenes están produciendo. Veo con claridad hacia dónde se encaminan quienes mejor escriben, hasta dónde se desplazan por instrumentos, guiados por las voces poderosas de algunos contemporáneos, y hasta dónde se nutren de sus propias, auténticas visiones, o bien las combinan y entretejen con las de sus colegas. Los que más me interesan no ostentan la novedad por la novedad en sí, malentendiéndola como “originalidad”; son quienes llevan una brújula comprometida con búsquedas profundas, y no necesitan impresionar al personal (a la banda, pues).

            Viene ahora mi perplejidad inicial. ¿Cómo se aborda la creación híbrida, y hasta dónde se le puede o quiere considerar poesía, y no un sutil rompecabezas bien concebido por un intelecto perspicaz e ingenioso? Respondo desde el interior de la cueva (a la espera de los comentarios del autor). Todo se vale en términos de recursos, siempre y cuando… ¿qué? Siempre y cuando reluzcan la integridad significativa y el deseo en serio de que la metáfora quede al centro, brillando por su presencia. En este jardín hay de todo, crecen plantas y seres del más diverso origen que, en virtud de la eufonía latina, viven entre el sueño y la realidad, cada uno a su manera, cada uno con el medio y atavíos lingüísticos que se va apropiando: las ánforas expresivas oscilan del claro tempo lírico tradicional, incluso semejante al haikú en ocasiones, hasta el poema en prosa; de la escritura escueta y seca, típica de investigaciones enciclopédicas, cuando así le conviene al autor para arribar a donde se propone, hasta la creación de un personaje nacido por generación espontánea, Julia Cardos Carracedo, una mujer brotada tan armoniosamente como sus propias investigaciones biológicas (nada imaginarias, por cierto), a imagen y semejanza del poeta cum filósofo cum científico cum naturalista que era Humboldt; de la documentación tan interesante como bella de santos que no por serlo dejaron de ser profundamente humanos, dolientes y destinados a… (como cualquiera), hasta el espejo de poetas cuya obra resulta igual de intensa y extraordinaria que la de los mártires de hoy, nosotros.

            El eje del poemario de Marco Antonio no representa ninguna interrogante. Encarna a las claras un enigma: la vida y la muerte como un único y lopezvelardeano “hilo escuálido de seda”, cuyas dos puntas flotan en el ámbito de un jardín a ratos simbólico y medieval, a ratos concreto y tangible; a ratos hortus conclusus ordenado por el hombre, a ratos selva oscura impenetrable; a ratos Edén, a ratos cementerio, donde todo nace y renace entre aromas gratos y putrefactos en busca de sentido; pero siempre lugar de unión, de encuentro entre la naturaleza y el arte de la escritura. Cuya religión-poesía se establece en diálogo permanente con la divinidad oscura de la Muerte y la que se renombra con la dulzura de la Vida.

            Este joven autor, gracias al conocimiento natural que se le ha concedido, sobre todo por vía de la palabra, dándole importancia y condición de linterna a los nombres y su significado para indagar el (o su) destino, aparentemente no pretende hablar con los difuntos, busca que ellos le hablen. No quiere estar en el jardín de Roland Barthes, en un intento por escapar de las leyes del tiempo y de la muerte. Al contrario. En su peculiar locus amoenus no se descartan estas leyes, sino que se viven muriendo en quienes le dirigen la palabra vegetal, animal, humana. Desea quedarse dentro y escucharlos.

            El jardín crece, se desarrolla, entre hierbas-canto, hierbas-salmo, hierbas-oda, como si quien escribe deseara elaborar un lenguaje apropiado de comunicación iniciado bajo tierra. Y aquí sí viene la probable paradoja. ¿Vinieron a él de manera espontánea, como una consigna de otro orden, los poetas tutelares pertenecientes a otra tradición literaria y lingüística que vigilan y nutren su imaginario? ¿Su propio y personalísimo imán, la sensibilidad en él inserta, los atrajo al conformar este poema largo? De nuevo, surge el eco desde la cueva a través de mis propias interrogantes. ¿Se va él, se va uno, orientando hacia espíritus afines o ellos hacia uno? ¿Es la poesía quien se erige como fuerza rectora de algo que necesita expresarse, más allá de nuestras individualidades?

            Esta atracción de energías de otras épocas y latitudes se da a un nivel temático y formal. Al tomar este libro en serio, vemos cómo se conjugan en él las voces de poetas cuyo primer común denominador es la ruptura de moldes expresivos aceptados hasta su momento. Preside el “ave de horno”, Emily Dickinson, quien, desde su microcosmos vegetal-espiritual, rompe con todo olvidándose de la puntuación convencional, modificando el uso del guion a su antojo haciéndolo navaja que corta, que poda, que anuncia un nuevo modo de ver el mundo abreviando, constriñendo, revelando, salvando. Empuja, diríase, a iniciar al menos una hibridez que propicie el cambio. Y esconde, se esconde (es uno de los muertos que ahora nos hablan con los tonos de un poeta mexicano) de su época y su sociedad, no publica reconociendo hasta cierto punto que los poemas saldrán cuando ellos lo deseen. Que sus plantas verbales crecerán y luego reverdecerán, se abrirán paso desde ultratumba influyendo al mundo entero. Si alguien toma entre manos el jardín físico y el metafísico para hablar de vida-muerte, muerte-vida es ella. Marco Antonio reverbera en sus términos:

 

            “es tan poco el trabajo de la hierba, al morir

            debe deshacerse en fragancias

            que se queman dormidas”.

 

Y rompe a su vez guiado por un personaje ajeno a él, si bien creado por él, que hace cantar a fuerzas en apariencia distintas como una y la misma Muerte: “La fragilidad de un hombre antes de morir es la misma que la de una planta ante las diarias labores de la siega. ¿Acaso una mano cercenada no se parece al bulbo de una dalia por abrirse, y un cuerpo estirado sobre la rueca al tronco espinoso de un árbol cirio? Los oficios solares en los jardines cortan con las mismas tijeras que la muerte.”

            Otro poeta-jardinero también norteamericano que contribuye decisivamente a prender fuego, a iniciar esta hoguera poética para fertilizar las labores de Marco Antonio con sus cenizas es William Carlos Williams, que por su lado rompe y rasga al combinar en su parcela cuerpos enfermos con una escritura distinta a la de sus directos contemporáneos, de Pound a Stevens, aunque los respete. Williams le ha enseñado a nuestro poeta mexicano a improvisar. Fue él quien recreó a Perséfone en el inframundo llamándola Kora. Desde el reino de la muerte de esta hija secuestrada por Hades, Williams pretende renovar la poesía de su tiempo improvisando en un campo de extrañas flores, remitiéndose al más allá de la Odisea, esa pradera de asfódelos donde vagan sombras inconscientes, insensibles, envueltas en el sopor de las emanaciones. No ve otro camino válido para la creación, empujando a Marco Antonio a la combinación de sus propios esfuerzos como él lo hizo en Kora en el infierno y en Paterson:

 

            “: un orgullo local; primavera, verano otoño y el mar; una confesión; una canasta; una columna; una respuesta al griego y al latín con las manos abiertas; una reunión; una celebración;

            en términos diferenciados; a través de lo múltiple, una reducción a la unidad; audacia, una cascada; nubes disueltas en una salida arenosa; una pausa reforzada;

            obligada; una identificación y un plan de acción para suplantar un plan de acción; un menguar; una dispersión y una metamorfosis.”

 

De hecho, se podría pasar Tal vez el crecimiento de un jardín… por el cedazo de este fragmento de Williams, y hallaríamos que cumple con todo, logrando la metamorfosis final, saliendo de ese capullo mortal. Doy sólo una muestra:

 

            “Mientras anochecía en el jardín, una tras otra

            las hierbas iban perdiendo el sol,

            se multiplicaban

            en una leche oscura, se guardaba

            entre sus raíces el tiempo

            detenido de los muertos

            y en el tallo el olvido de los vivos.”

 

No sorprende que de él se desplace el autor a otro poeta que aulló y desgarró todo el asfaltado huerto de Nueva York, ya en épocas más cercanas, Allen Ginsberg, llamándolo “botánico maldito”. No hablará como él de la putrefacción de las mentes de su generación, ese suelo individual donde reverdeció la poesía en poetas como John Ashbery o Louise Glück. Ahora Marco Antonio toma con las manos abiertas de Williams ese latín sugerido, poniéndolo en práctica justo a la mitad del libro, oponiéndose a la tierra baldía de Eliot con su Helianthus annuus, su Passiflora incarnata, su Rubus ulmifolius.

            Me pregunto, luego, hasta qué punto de veras acude a Nerval, o lo trastoca a su favor en ese bellísimo mensaje en la botella, para entretejerse con las raíces cerebrales de Julia Cardos, y entre ambos, asistidos por los “hijos de la mandrágora” seguir rezumando tan extraña y rica savia ya fallecida.

             Pienso en sus palabras como en las “guías” que acabo de colocar en mi pequeño huerto, para que los pepinos que están floreando den “fruto” muy pronto. Al final del poemario, el autor se deja apuntalar de igual manera con la presencia de Antonio Cisneros. En realidad, se da ese lujo (porque no lo necesita). Parece invitarlo para regalarle el zureo de su paloma cuculí transformado en las notas y cadencias propias del trino de la alondra yucateca, la xk’ok, optando por no seguir el consejo de cortar todo lo que tuviera que ver con la palabra muerte, porque la palabra poética es la Muerte mayúscula, ataviada con distintos trajes y acepciones: gerbera, peyote, jacaranda, orquídea, seres breves en esta tierra y hermosos, como diría Ocean Vuong. Mi amigo, el poeta Srikanth Reddy, me abrió los ojos hace poco al escucharme hablar de estas cuestiones. Me contó que había descubierto, en la biblioteca de Asurbanipal, una verdad cifrada en un par de versos muy antiguos, escritos sobre barro: “No intentes visitar el inframundo;/ el inframundo te visitará a ti”. En todo caso, Marco Antonio lo ha atisbado al alinearse con Eliot, su (nuestro) muro de contención, convencido de que “en la muerte está la verdadera riqueza del mundo”.

 

 

Pura López Colomé es ensayista, poeta y traductora mexicana. Doctora en Lengua y Literatura Hispánicas e Hispanoamericanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha colaborado en publicaciones como Casa del Tiempo, El Nacional, Letras Libres y Nexos. Entre los diversos premios que ha recibido se incluyen el Premio Xavier Villaurrutia 2007 por "Santo y seña" y el Premio Bellas Artes de Trayectoria Literaria Inés Arredondo 2019.

La Editorial Unviersidad de Guadalajara agradece a Pura López por compartir con todos nuestros lectores este texto.

Consigue el libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos en este enlace.

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Por Pura López Colomé

 

Al escribir acerca de algún libro que, en primer lugar, nos emociona, es decir, con el que entramos en inmediata resonancia; y, en segundo lugar, nos eleva espiritualmente, nos lleva al sitio privilegiado del pensamiento de los acuerdos y desacuerdos creativos, el mundo de nuestras propias lecturas, nuestra verdadera intimidad, nuestras silenciosas meditaciones y reflexiones. Al hallarnos ya entre palabras que remitan a todo esto, lo que querríamos es formularle al autor una serie de preguntas, quizás simple y sencillamente para comprobar que, en efecto, la flecha iba dirigida a donde creíamos y dio en el blanco, así como para conocer algunas de sus derivaciones y pluralidad, sus insospechadas implicaciones, su más allá.

            Las preguntas que he ido formulando a mis adentros intentarán resolverse desde esta orilla, a reserva de que el autor me enmiende la plana. Pertenezco muy a otra generación que Marco Antonio en todos sentidos, no nada más como poeta; pero soy una lectora insaciable de la poesía que los jóvenes están produciendo. Veo con claridad hacia dónde se encaminan quienes mejor escriben, hasta dónde se desplazan por instrumentos, guiados por las voces poderosas de algunos contemporáneos, y hasta dónde se nutren de sus propias, auténticas visiones, o bien las combinan y entretejen con las de sus colegas. Los que más me interesan no ostentan la novedad por la novedad en sí, malentendiéndola como “originalidad”; son quienes llevan una brújula comprometida con búsquedas profundas, y no necesitan impresionar al personal (a la banda, pues).

            Viene ahora mi perplejidad inicial. ¿Cómo se aborda la creación híbrida, y hasta dónde se le puede o quiere considerar poesía, y no un sutil rompecabezas bien concebido por un intelecto perspicaz e ingenioso? Respondo desde el interior de la cueva (a la espera de los comentarios del autor). Todo se vale en términos de recursos, siempre y cuando… ¿qué? Siempre y cuando reluzcan la integridad significativa y el deseo en serio de que la metáfora quede al centro, brillando por su presencia. En este jardín hay de todo, crecen plantas y seres del más diverso origen que, en virtud de la eufonía latina, viven entre el sueño y la realidad, cada uno a su manera, cada uno con el medio y atavíos lingüísticos que se va apropiando: las ánforas expresivas oscilan del claro tempo lírico tradicional, incluso semejante al haikú en ocasiones, hasta el poema en prosa; de la escritura escueta y seca, típica de investigaciones enciclopédicas, cuando así le conviene al autor para arribar a donde se propone, hasta la creación de un personaje nacido por generación espontánea, Julia Cardos Carracedo, una mujer brotada tan armoniosamente como sus propias investigaciones biológicas (nada imaginarias, por cierto), a imagen y semejanza del poeta cum filósofo cum científico cum naturalista que era Humboldt; de la documentación tan interesante como bella de santos que no por serlo dejaron de ser profundamente humanos, dolientes y destinados a… (como cualquiera), hasta el espejo de poetas cuya obra resulta igual de intensa y extraordinaria que la de los mártires de hoy, nosotros.

            El eje del poemario de Marco Antonio no representa ninguna interrogante. Encarna a las claras un enigma: la vida y la muerte como un único y lopezvelardeano “hilo escuálido de seda”, cuyas dos puntas flotan en el ámbito de un jardín a ratos simbólico y medieval, a ratos concreto y tangible; a ratos hortus conclusus ordenado por el hombre, a ratos selva oscura impenetrable; a ratos Edén, a ratos cementerio, donde todo nace y renace entre aromas gratos y putrefactos en busca de sentido; pero siempre lugar de unión, de encuentro entre la naturaleza y el arte de la escritura. Cuya religión-poesía se establece en diálogo permanente con la divinidad oscura de la Muerte y la que se renombra con la dulzura de la Vida.

            Este joven autor, gracias al conocimiento natural que se le ha concedido, sobre todo por vía de la palabra, dándole importancia y condición de linterna a los nombres y su significado para indagar el (o su) destino, aparentemente no pretende hablar con los difuntos, busca que ellos le hablen. No quiere estar en el jardín de Roland Barthes, en un intento por escapar de las leyes del tiempo y de la muerte. Al contrario. En su peculiar locus amoenus no se descartan estas leyes, sino que se viven muriendo en quienes le dirigen la palabra vegetal, animal, humana. Desea quedarse dentro y escucharlos.

            El jardín crece, se desarrolla, entre hierbas-canto, hierbas-salmo, hierbas-oda, como si quien escribe deseara elaborar un lenguaje apropiado de comunicación iniciado bajo tierra. Y aquí sí viene la probable paradoja. ¿Vinieron a él de manera espontánea, como una consigna de otro orden, los poetas tutelares pertenecientes a otra tradición literaria y lingüística que vigilan y nutren su imaginario? ¿Su propio y personalísimo imán, la sensibilidad en él inserta, los atrajo al conformar este poema largo? De nuevo, surge el eco desde la cueva a través de mis propias interrogantes. ¿Se va él, se va uno, orientando hacia espíritus afines o ellos hacia uno? ¿Es la poesía quien se erige como fuerza rectora de algo que necesita expresarse, más allá de nuestras individualidades?

            Esta atracción de energías de otras épocas y latitudes se da a un nivel temático y formal. Al tomar este libro en serio, vemos cómo se conjugan en él las voces de poetas cuyo primer común denominador es la ruptura de moldes expresivos aceptados hasta su momento. Preside el “ave de horno”, Emily Dickinson, quien, desde su microcosmos vegetal-espiritual, rompe con todo olvidándose de la puntuación convencional, modificando el uso del guion a su antojo haciéndolo navaja que corta, que poda, que anuncia un nuevo modo de ver el mundo abreviando, constriñendo, revelando, salvando. Empuja, diríase, a iniciar al menos una hibridez que propicie el cambio. Y esconde, se esconde (es uno de los muertos que ahora nos hablan con los tonos de un poeta mexicano) de su época y su sociedad, no publica reconociendo hasta cierto punto que los poemas saldrán cuando ellos lo deseen. Que sus plantas verbales crecerán y luego reverdecerán, se abrirán paso desde ultratumba influyendo al mundo entero. Si alguien toma entre manos el jardín físico y el metafísico para hablar de vida-muerte, muerte-vida es ella. Marco Antonio reverbera en sus términos:

 

            “es tan poco el trabajo de la hierba, al morir

            debe deshacerse en fragancias

            que se queman dormidas”.

 

Y rompe a su vez guiado por un personaje ajeno a él, si bien creado por él, que hace cantar a fuerzas en apariencia distintas como una y la misma Muerte: “La fragilidad de un hombre antes de morir es la misma que la de una planta ante las diarias labores de la siega. ¿Acaso una mano cercenada no se parece al bulbo de una dalia por abrirse, y un cuerpo estirado sobre la rueca al tronco espinoso de un árbol cirio? Los oficios solares en los jardines cortan con las mismas tijeras que la muerte.”

            Otro poeta-jardinero también norteamericano que contribuye decisivamente a prender fuego, a iniciar esta hoguera poética para fertilizar las labores de Marco Antonio con sus cenizas es William Carlos Williams, que por su lado rompe y rasga al combinar en su parcela cuerpos enfermos con una escritura distinta a la de sus directos contemporáneos, de Pound a Stevens, aunque los respete. Williams le ha enseñado a nuestro poeta mexicano a improvisar. Fue él quien recreó a Perséfone en el inframundo llamándola Kora. Desde el reino de la muerte de esta hija secuestrada por Hades, Williams pretende renovar la poesía de su tiempo improvisando en un campo de extrañas flores, remitiéndose al más allá de la Odisea, esa pradera de asfódelos donde vagan sombras inconscientes, insensibles, envueltas en el sopor de las emanaciones. No ve otro camino válido para la creación, empujando a Marco Antonio a la combinación de sus propios esfuerzos como él lo hizo en Kora en el infierno y en Paterson:

 

            “: un orgullo local; primavera, verano otoño y el mar; una confesión; una canasta; una columna; una respuesta al griego y al latín con las manos abiertas; una reunión; una celebración;

            en términos diferenciados; a través de lo múltiple, una reducción a la unidad; audacia, una cascada; nubes disueltas en una salida arenosa; una pausa reforzada;

            obligada; una identificación y un plan de acción para suplantar un plan de acción; un menguar; una dispersión y una metamorfosis.”

 

De hecho, se podría pasar Tal vez el crecimiento de un jardín… por el cedazo de este fragmento de Williams, y hallaríamos que cumple con todo, logrando la metamorfosis final, saliendo de ese capullo mortal. Doy sólo una muestra:

 

            “Mientras anochecía en el jardín, una tras otra

            las hierbas iban perdiendo el sol,

            se multiplicaban

            en una leche oscura, se guardaba

            entre sus raíces el tiempo

            detenido de los muertos

            y en el tallo el olvido de los vivos.”

 

No sorprende que de él se desplace el autor a otro poeta que aulló y desgarró todo el asfaltado huerto de Nueva York, ya en épocas más cercanas, Allen Ginsberg, llamándolo “botánico maldito”. No hablará como él de la putrefacción de las mentes de su generación, ese suelo individual donde reverdeció la poesía en poetas como John Ashbery o Louise Glück. Ahora Marco Antonio toma con las manos abiertas de Williams ese latín sugerido, poniéndolo en práctica justo a la mitad del libro, oponiéndose a la tierra baldía de Eliot con su Helianthus annuus, su Passiflora incarnata, su Rubus ulmifolius.

            Me pregunto, luego, hasta qué punto de veras acude a Nerval, o lo trastoca a su favor en ese bellísimo mensaje en la botella, para entretejerse con las raíces cerebrales de Julia Cardos, y entre ambos, asistidos por los “hijos de la mandrágora” seguir rezumando tan extraña y rica savia ya fallecida.

             Pienso en sus palabras como en las “guías” que acabo de colocar en mi pequeño huerto, para que los pepinos que están floreando den “fruto” muy pronto. Al final del poemario, el autor se deja apuntalar de igual manera con la presencia de Antonio Cisneros. En realidad, se da ese lujo (porque no lo necesita). Parece invitarlo para regalarle el zureo de su paloma cuculí transformado en las notas y cadencias propias del trino de la alondra yucateca, la xk’ok, optando por no seguir el consejo de cortar todo lo que tuviera que ver con la palabra muerte, porque la palabra poética es la Muerte mayúscula, ataviada con distintos trajes y acepciones: gerbera, peyote, jacaranda, orquídea, seres breves en esta tierra y hermosos, como diría Ocean Vuong. Mi amigo, el poeta Srikanth Reddy, me abrió los ojos hace poco al escucharme hablar de estas cuestiones. Me contó que había descubierto, en la biblioteca de Asurbanipal, una verdad cifrada en un par de versos muy antiguos, escritos sobre barro: “No intentes visitar el inframundo;/ el inframundo te visitará a ti”. En todo caso, Marco Antonio lo ha atisbado al alinearse con Eliot, su (nuestro) muro de contención, convencido de que “en la muerte está la verdadera riqueza del mundo”.

 

 

Pura López Colomé es ensayista, poeta y traductora mexicana. Doctora en Lengua y Literatura Hispánicas e Hispanoamericanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha colaborado en publicaciones como Casa del Tiempo, El Nacional, Letras Libres y Nexos. Entre los diversos premios que ha recibido se incluyen el Premio Xavier Villaurrutia 2007 por "Santo y seña" y el Premio Bellas Artes de Trayectoria Literaria Inés Arredondo 2019.

La Editorial Unviersidad de Guadalajara agradece a Pura López por compartir con todos nuestros lectores este texto.

Consigue el libro Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos en este enlace.