#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 9

#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 9

29 Junio 2021
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  • Lo que la pandemia se llevó | Lizzy
  • La adicción por el consumo y el trauma de la separación en términos de aislamiento | Fenu
  • Piel con piel | PAGPA
  • Cajita china | Rosa María Jurado Muñoz
  • A pasos de estación | Lili

 

Lo que la pandemia se llevó

Lizzy | México

 

Cuando escuchamos el término “covid-19” inmediatamente pensamos en caos, muerte, y tristeza, pero para mí fue algo diferente, fue la oportunidad que necesitaba para crecer. Hasta el día de hoy aprendí que es bueno tener al menos una persona con quien puedas contar, una persona que te haga creer y mejorar en ti mismo. Afortunadamente tuve a esa persona durante la pandemia.

Al inicio de la pandemia toqué fondo, pero eso me impulsó para llegar a la cima donde estoy actualmente.

Perdí familiares, pero el momento más difícil de la pandemia fue cuando tuve a mi padre al borde de la muerte, o al menos así lo sentí yo, cuando escuché que se despedía de mí mientras intentaba seguir respirando sin ahogarse.

Busqué la manera de ser fuerte, mi mamá también estaba contagiada y me tocaba a mí ser el pilar.

El cielo estuvo presente y curó a mis padres, pero yo había aprendido la lección: aprovecha a las personas que te rodean, sé feliz con ellas, algún día sólo podrás escuchar el sonido de su voz en un sueño.

Tú decides si tu entorno te afecta o beneficia. Descubrí nuevos talentos en mi persona, nuevos gustos musicales y retomé mi afición por la psicología.

¿Quién soy ahora? Soy quien jamás pensé que podría ser. ¿Podrías imaginar a la chica callada, cuyo mejor amigo eran unos audífonos convertida en representante estudiantil de su preparatoria? ¿O a la chica de la esquina del salón que no hablaba con nadie trabajando como promotora de una inmobiliaria? Bueno, hoy ella soy yo.

Aprendí que las personas que están contigo y se quedan para ayudarte a mejorar son las personas que definitivamente deberías mantener en tu vida, ellas son quienes quieren estar contigo a pesar del mal tiempo. Tuve una persona que me devolvió el gusto para dibujar y maquillar, otra me regaló el gusto por el ejercicio y el cuidado de mi salud, otra persona me demostró que siempre puedes levantarte al día siguiente aunque el anterior haya sido un caos.

Seguramente conoces a las personas que les gusta fotografiar el cielo en el ocaso, o cuando está nublado. La causa es que el cielo, a pesar de lo que haya pasado un día anterior, siempre será increíble al día siguiente.

Tal vez la pandemia fue difícil para ti, quizá estuviste nublado por un día o quince meses, pero hoy puedes sonreír y decir: el caos está terminando, las personas que ayer estaban, hoy ya no están, y las que ahora están llegaron en el momento justo.

Ya no eres quien eras hace un año, ahora eres mejor. Eres el cielo en el ocaso y también en el día nublado.

 

La adicción por el consumo y el trauma de la separación en términos de aislamiento

Fenu | México

 

Dicen los psicólogos que los seres humanos vivimos una angustia que nos acompaña durante toda la vida: la angustia de haber sido un solo ser, fusionados física y psíquicamente con nuestras madres; al nacer, experimentamos el trauma de la separación, obligados a seguir nuestro camino solos, como seres incompletos que anhelan regresar al hogar.

La sociedad de consumo nos sugiere que ese dolor sólo puede paliarse comprando. Que el consumo de entretenimiento, si no cura, al menos consuela, o mínimo distrae, y que ser espectador de un circo es menos doloroso que ser el payaso de las cachetadas.

La trampa es que el consumo con el tiempo pasa de sirviente a convertirse en amo y entonces nos pide más, y nos lo pide más caro, más novedoso, más complejo... y así nos vemos atrapados comprando entretenimiento, seguridad, cosas y afectos, en un frenético “compro, por lo tanto existo”.

En este escenario de principios de siglo, en donde todo se compra y se vende, en donde todo ocurre afuera y pocas cosas adentro, en donde todo cambia y poco se queda, ni siquiera nosotros mismos escapamos al juicio de ser considerados como cosas.

Esa era la normalidad. Se vino la pandemia y nos tomó por sorpresa; acostumbrados a tener de todo en todo momento, pasamos al aislamiento involuntario. Nos vimos en la necesidad de pausar nuestro ritmo de vida, ponderar nuestras prioridades, nuestros valores, nuestra cosmovisión. Tuvimos que encerrarnos, apagar la televisión, dejar de comprar, mirarnos a los ojos. Ante una vida que parecía valer cada vez menos, de pronto nos volvimos indiferentes ante los muertos que ya se contaban por miles. Tuvimos tiempo de mirar hacia adentro pero no sabíamos cómo... pedimos que nos dijeran qué sentir, y no hubo respuestas, sólo incertidumbre, miedo, crudeza, frío... una especie de infierno. Se escuchaba de matrimonios destruidos, familias divididas, mentes trastornadas.

Ahora, en una tensa calma, el humanismo ha perdido terreno; la desconfianza, el miedo y la robotización están al alza. En aras de una mermada y dudosa seguridad, el ser humano ha perdido en libertad, en ingenio, en creatividad; la sobreexposición tecnológica nos aísla, nos vuelve menos tolerantes, más soberbios.

Vivimos entonces en una sociedad enferma y sorda que por unos meses recuperó el oído, pero que pide a gritos le devuelvan la sordera.

Si mantenemos estos hábitos de consumo, estamos sin duda en curso de colisión. ¿Será posible un golpe de timón y rescatar el humanismo? ¿O estamos mirando ya, por una rendija del cabús, lo que fue nuestro glorioso pasado?

 

Piel con piel

PAGPA | México

 

Durante este tiempo de pandemia me he hecho consciente de la magnitud que me rodea. He anhelado admirar cada noche las estrellas, he querido pisar esa luna que como fiel acompañante engalana a nuestra Tierra y he deseado con todo mi ser que esta situación termine. Afortunadamente la vida me ha rodeado de dos grandes seres (mi hijo y mi esposo) que me han hecho llevaderos, soportables e incluso disfrutables el encierro y aislamiento.

Inicialmente percibía a la pandemia como algo totalmente ajeno, algo incierto e irreal, sin embargo, tras varios meses de aislamiento, mi familia y yo emprendimos un pequeño viaje para celebrar mi cumpleaños, celebrar la vida y, según nosotros, dispersar mente y liberar estrés, pero no fue la mejor decisión: a unos cuantos días de haber regresado de nuestro viaje y tras varios malestares físicos, el contagio de covid era inminente.

Lamentablemente para mí la situación se agravó y tuve que ser hospitalizada. Esos días en el hospital han sido tan intensos, llenos de temor y de angustia por no saber si, literalmente, sobreviviría. En el hospital he reconocido múltiples universos dentro de mi ser, universos que a veces se contraponen, a veces se alían y a veces se funden en uno solo. La pandemia me llevó a reconocer, confrontar, alucinar y, a la vez, disfrutar la soledad. Como sobreviviente de covid-19 he encarado también el miedo y la incertidumbre, me ha tocado sentirlos hasta mis rincones más profundos.

Aislada en el hospital y tras correr con la suerte o infortunio de quedarme con mi móvil, este se convirtió en mi fiel compañero durante los días en los que estuve internada y, a la vez, se convirtió en aquello que detonó en mí una gran necesidad de traspasar esa barrera tecnológica para estar piel con piel con mis dos amores. Se detonó en mí la ansiedad, la desesperación, la necesidad de aire, de sentir, de abrazar, de estar en lugares y con las personas en donde se respira, se siente y se disfruta la vida.

El encierro, la pandemia, el estar lejos de mi familia me invitaron a reflexionar acerca de lo hermoso que es estar, de lo fascinante que es que el corazón lata, sienta, se acelere. Es fascinante ver cómo el corazón te hace pensar más allá de la razón, rompiendo realidades visibles para viajar a la plenitud de lo que llamamos fe. Lo intocable, lo invisible, lo inaudible son mundos no diseñados para los mortales que nos sumergimos o refugiamos detrás de una pantalla, perdiéndonos de lo maravilloso que es el compartir con el otro, de lo maravilloso que es reconocer y disfrutar la vida. Sólo quien se atreve a abrir los brazos, la mente, el alma y el corazón es quien tiene la dicha de volar hacia lo impensable.

Hoy estoy más que recuperada y agradecida de poder estar piel con piel con mis amores y, por supuesto, piel con piel abrazando a la vida.

 

Cajita china

Rosa María Jurado Muñoz | México

 

Si no pudiera expresar mis sentimientos durante los primeros meses de la pandemia, podría reconocerlos en la multitud de expresiones, literarias o no, de millones de afectados. Identifico en muchos escritos que los autores al igual que yo escuchaban todos los días amargas y desesperadas quejas con visos de locura por el aislamiento. Mi marido, con quien jamás había convivido veinticuatro horas todos los días de la semana, se salía en la noche como animal liberado. No había alumno que no detestara las clases virtuales. Días iban y venían, y yo permanecía en casa. El miedo era mayor que la urgencia de salir. Al rondar los sesenta años sentía a la muerte respirándome en la oreja. Con frecuencia anteponía a infinidad de frases “¿Para qué, y si me muero?”.

Tengo un grupo de amigas de whatsapp, señoras de cierta edad como yo, que antes de la pandemia me resultaba poco serio, con sus mensajes de prodigios, gatos, flores, temas religiosos. A menudo los borraba sin leerlos. Sin embargo, durante el confinamiento se convirtió en uno de mis principales grupos de apoyo. Estaban tan asustadas como yo, batallaban con el marido enjaulado igual que yo, lavaban trastes todo el día igual que yo, se obsesionaron con el aseo minucioso igual que yo. A todas se nos acentuaron los achaques y tuvimos episodios sombríos, como la que se fracturó la muñeca a causa de un torpe accidente callejero o yo misma, que tuve una crisis hipertensiva y fui a parar al hospital. Varias nos enfrentamos a malestares nuevos. Los pensamientos alentadores sonaban mucho menos cursis que antes. Una enfermó de covid que sorteó con fortuna, otras sufrimos casos angustiantes de familiares que pudieron sanar… o no.

Un buen día recibimos una noticia desalentadora, que a mí me dejó congelada: una tocaya mía nos compartió que su esposo había sufrido un derrame cerebral, algo tal vez peor que covid. Muchos, con pocos o muchos trabajos, lo han superado, pero ¿un accidente vascular? Algunos no viven para contarlo y el que sobrevive queda afectado con severidad. Aún sin pandemia, mi amiga habría vivido lo mismo. Con todo y miedo pasó días en el hospital, hizo visitas continuas a los especialistas, pero sobre todo se encerró para ser la primera agente de rehabilitación de su esposo. Así paso tres o cuatro meses, hasta que el marido pudo acudir a tratamiento profesional, salir solo y hacerse cargo de algunas tareas de autocuidado por las que había dependido totalmente. Lo que hasta la fecha le falla es el habla, sus expresiones son ininteligibles, y mi amiga ha aprendido a comprenderlo y asistirlo. Sus limitantes perdurarán incluso más allá de la pandemia, quizá hasta su último día.

Frente a una calamidad puede imbuirse otra tragedia, y otras, como una caja china.

 

A pasos de estación

Lili | México

 

Faltaban siete pasos para llegar a primavera, al momento floreciente de la vida; esperábamos lluvias, pero nos llegó una amenaza de huracán. Todos corrimos a escondernos antes de que cayera siquiera una llovizna de manera que, justo al acabarse las provisiones y agotarse el miedo, nos dio por salir a caminar y revisar el mundo, y de nuevo nos cayó una tormenta torrencial.

Muertos de hambre y henchidos de fuerzas para luchar, lo único que podíamos lograr era avivar lo yermo, regar con sudor a las sobrevivientes raíces que yacían aún en el jardín y aprender a cantar amor a cada brote en vez de reclamarle al tiempo todos los frutos que no nacían. Eso, para todos los que no se encontraban dentro de cajas de cristal.

La sangre joven, esa que grita a fuerza de silencios que el mundo recobre la humanidad y que maneja sobre las manos una barata baraja de saberes, día tras día fue cayendo en el pozo de su propio corazón. Seguramente no fue la primera vez que se encontraron viviendo en una caja, tras la ventana y la pantalla; escasos de luz, entendieron que los sueños no se cumplen quedándose quieto y comenzaron a rebuscar entre lo poco que tenían al alcance para no ver sus sueños cayendo de sus pupilas frente a lagunas de tristezas vacías.

Fue duro caer en cuenta de que los números del calendario al avanzar se llevan las buenas decisiones consigo, pues con cada amanecer se renuevan las almas, haciendo reset a las acciones que te guiaron hasta la cama y dejando hojas en blanco para que pueda reestablecerse el destino.

Hechos de olvido tanto como de conocimientos adquiridos, para andar óptimamente tuvimos que abandonar azotes de reglas maderadas y dejar bien guardados esos pedazos de esencia brillante que sigilosamente nos llevamos de otros.

Construyendo alas con las manos de una vida vacía no puede explicarse al mundo que año con año encontramos 1000 semillas, nos comemos 990, plantamos diez, descuidamos siete y recogemos frutos de sólo tres.

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  • La adicción por el consumo y el trauma de la separación en términos de aislamiento | Fenu
  • Piel con piel | PAGPA
  • Cajita china | Rosa María Jurado Muñoz
  • A pasos de estación | Lili

 

Lo que la pandemia se llevó

Lizzy | México

 

Cuando escuchamos el término “covid-19” inmediatamente pensamos en caos, muerte, y tristeza, pero para mí fue algo diferente, fue la oportunidad que necesitaba para crecer. Hasta el día de hoy aprendí que es bueno tener al menos una persona con quien puedas contar, una persona que te haga creer y mejorar en ti mismo. Afortunadamente tuve a esa persona durante la pandemia.

Al inicio de la pandemia toqué fondo, pero eso me impulsó para llegar a la cima donde estoy actualmente.

Perdí familiares, pero el momento más difícil de la pandemia fue cuando tuve a mi padre al borde de la muerte, o al menos así lo sentí yo, cuando escuché que se despedía de mí mientras intentaba seguir respirando sin ahogarse.

Busqué la manera de ser fuerte, mi mamá también estaba contagiada y me tocaba a mí ser el pilar.

El cielo estuvo presente y curó a mis padres, pero yo había aprendido la lección: aprovecha a las personas que te rodean, sé feliz con ellas, algún día sólo podrás escuchar el sonido de su voz en un sueño.

Tú decides si tu entorno te afecta o beneficia. Descubrí nuevos talentos en mi persona, nuevos gustos musicales y retomé mi afición por la psicología.

¿Quién soy ahora? Soy quien jamás pensé que podría ser. ¿Podrías imaginar a la chica callada, cuyo mejor amigo eran unos audífonos convertida en representante estudiantil de su preparatoria? ¿O a la chica de la esquina del salón que no hablaba con nadie trabajando como promotora de una inmobiliaria? Bueno, hoy ella soy yo.

Aprendí que las personas que están contigo y se quedan para ayudarte a mejorar son las personas que definitivamente deberías mantener en tu vida, ellas son quienes quieren estar contigo a pesar del mal tiempo. Tuve una persona que me devolvió el gusto para dibujar y maquillar, otra me regaló el gusto por el ejercicio y el cuidado de mi salud, otra persona me demostró que siempre puedes levantarte al día siguiente aunque el anterior haya sido un caos.

Seguramente conoces a las personas que les gusta fotografiar el cielo en el ocaso, o cuando está nublado. La causa es que el cielo, a pesar de lo que haya pasado un día anterior, siempre será increíble al día siguiente.

Tal vez la pandemia fue difícil para ti, quizá estuviste nublado por un día o quince meses, pero hoy puedes sonreír y decir: el caos está terminando, las personas que ayer estaban, hoy ya no están, y las que ahora están llegaron en el momento justo.

Ya no eres quien eras hace un año, ahora eres mejor. Eres el cielo en el ocaso y también en el día nublado.

 

La adicción por el consumo y el trauma de la separación en términos de aislamiento

Fenu | México

 

Dicen los psicólogos que los seres humanos vivimos una angustia que nos acompaña durante toda la vida: la angustia de haber sido un solo ser, fusionados física y psíquicamente con nuestras madres; al nacer, experimentamos el trauma de la separación, obligados a seguir nuestro camino solos, como seres incompletos que anhelan regresar al hogar.

La sociedad de consumo nos sugiere que ese dolor sólo puede paliarse comprando. Que el consumo de entretenimiento, si no cura, al menos consuela, o mínimo distrae, y que ser espectador de un circo es menos doloroso que ser el payaso de las cachetadas.

La trampa es que el consumo con el tiempo pasa de sirviente a convertirse en amo y entonces nos pide más, y nos lo pide más caro, más novedoso, más complejo... y así nos vemos atrapados comprando entretenimiento, seguridad, cosas y afectos, en un frenético “compro, por lo tanto existo”.

En este escenario de principios de siglo, en donde todo se compra y se vende, en donde todo ocurre afuera y pocas cosas adentro, en donde todo cambia y poco se queda, ni siquiera nosotros mismos escapamos al juicio de ser considerados como cosas.

Esa era la normalidad. Se vino la pandemia y nos tomó por sorpresa; acostumbrados a tener de todo en todo momento, pasamos al aislamiento involuntario. Nos vimos en la necesidad de pausar nuestro ritmo de vida, ponderar nuestras prioridades, nuestros valores, nuestra cosmovisión. Tuvimos que encerrarnos, apagar la televisión, dejar de comprar, mirarnos a los ojos. Ante una vida que parecía valer cada vez menos, de pronto nos volvimos indiferentes ante los muertos que ya se contaban por miles. Tuvimos tiempo de mirar hacia adentro pero no sabíamos cómo... pedimos que nos dijeran qué sentir, y no hubo respuestas, sólo incertidumbre, miedo, crudeza, frío... una especie de infierno. Se escuchaba de matrimonios destruidos, familias divididas, mentes trastornadas.

Ahora, en una tensa calma, el humanismo ha perdido terreno; la desconfianza, el miedo y la robotización están al alza. En aras de una mermada y dudosa seguridad, el ser humano ha perdido en libertad, en ingenio, en creatividad; la sobreexposición tecnológica nos aísla, nos vuelve menos tolerantes, más soberbios.

Vivimos entonces en una sociedad enferma y sorda que por unos meses recuperó el oído, pero que pide a gritos le devuelvan la sordera.

Si mantenemos estos hábitos de consumo, estamos sin duda en curso de colisión. ¿Será posible un golpe de timón y rescatar el humanismo? ¿O estamos mirando ya, por una rendija del cabús, lo que fue nuestro glorioso pasado?

 

Piel con piel

PAGPA | México

 

Durante este tiempo de pandemia me he hecho consciente de la magnitud que me rodea. He anhelado admirar cada noche las estrellas, he querido pisar esa luna que como fiel acompañante engalana a nuestra Tierra y he deseado con todo mi ser que esta situación termine. Afortunadamente la vida me ha rodeado de dos grandes seres (mi hijo y mi esposo) que me han hecho llevaderos, soportables e incluso disfrutables el encierro y aislamiento.

Inicialmente percibía a la pandemia como algo totalmente ajeno, algo incierto e irreal, sin embargo, tras varios meses de aislamiento, mi familia y yo emprendimos un pequeño viaje para celebrar mi cumpleaños, celebrar la vida y, según nosotros, dispersar mente y liberar estrés, pero no fue la mejor decisión: a unos cuantos días de haber regresado de nuestro viaje y tras varios malestares físicos, el contagio de covid era inminente.

Lamentablemente para mí la situación se agravó y tuve que ser hospitalizada. Esos días en el hospital han sido tan intensos, llenos de temor y de angustia por no saber si, literalmente, sobreviviría. En el hospital he reconocido múltiples universos dentro de mi ser, universos que a veces se contraponen, a veces se alían y a veces se funden en uno solo. La pandemia me llevó a reconocer, confrontar, alucinar y, a la vez, disfrutar la soledad. Como sobreviviente de covid-19 he encarado también el miedo y la incertidumbre, me ha tocado sentirlos hasta mis rincones más profundos.

Aislada en el hospital y tras correr con la suerte o infortunio de quedarme con mi móvil, este se convirtió en mi fiel compañero durante los días en los que estuve internada y, a la vez, se convirtió en aquello que detonó en mí una gran necesidad de traspasar esa barrera tecnológica para estar piel con piel con mis dos amores. Se detonó en mí la ansiedad, la desesperación, la necesidad de aire, de sentir, de abrazar, de estar en lugares y con las personas en donde se respira, se siente y se disfruta la vida.

El encierro, la pandemia, el estar lejos de mi familia me invitaron a reflexionar acerca de lo hermoso que es estar, de lo fascinante que es que el corazón lata, sienta, se acelere. Es fascinante ver cómo el corazón te hace pensar más allá de la razón, rompiendo realidades visibles para viajar a la plenitud de lo que llamamos fe. Lo intocable, lo invisible, lo inaudible son mundos no diseñados para los mortales que nos sumergimos o refugiamos detrás de una pantalla, perdiéndonos de lo maravilloso que es el compartir con el otro, de lo maravilloso que es reconocer y disfrutar la vida. Sólo quien se atreve a abrir los brazos, la mente, el alma y el corazón es quien tiene la dicha de volar hacia lo impensable.

Hoy estoy más que recuperada y agradecida de poder estar piel con piel con mis amores y, por supuesto, piel con piel abrazando a la vida.

 

Cajita china

Rosa María Jurado Muñoz | México

 

Si no pudiera expresar mis sentimientos durante los primeros meses de la pandemia, podría reconocerlos en la multitud de expresiones, literarias o no, de millones de afectados. Identifico en muchos escritos que los autores al igual que yo escuchaban todos los días amargas y desesperadas quejas con visos de locura por el aislamiento. Mi marido, con quien jamás había convivido veinticuatro horas todos los días de la semana, se salía en la noche como animal liberado. No había alumno que no detestara las clases virtuales. Días iban y venían, y yo permanecía en casa. El miedo era mayor que la urgencia de salir. Al rondar los sesenta años sentía a la muerte respirándome en la oreja. Con frecuencia anteponía a infinidad de frases “¿Para qué, y si me muero?”.

Tengo un grupo de amigas de whatsapp, señoras de cierta edad como yo, que antes de la pandemia me resultaba poco serio, con sus mensajes de prodigios, gatos, flores, temas religiosos. A menudo los borraba sin leerlos. Sin embargo, durante el confinamiento se convirtió en uno de mis principales grupos de apoyo. Estaban tan asustadas como yo, batallaban con el marido enjaulado igual que yo, lavaban trastes todo el día igual que yo, se obsesionaron con el aseo minucioso igual que yo. A todas se nos acentuaron los achaques y tuvimos episodios sombríos, como la que se fracturó la muñeca a causa de un torpe accidente callejero o yo misma, que tuve una crisis hipertensiva y fui a parar al hospital. Varias nos enfrentamos a malestares nuevos. Los pensamientos alentadores sonaban mucho menos cursis que antes. Una enfermó de covid que sorteó con fortuna, otras sufrimos casos angustiantes de familiares que pudieron sanar… o no.

Un buen día recibimos una noticia desalentadora, que a mí me dejó congelada: una tocaya mía nos compartió que su esposo había sufrido un derrame cerebral, algo tal vez peor que covid. Muchos, con pocos o muchos trabajos, lo han superado, pero ¿un accidente vascular? Algunos no viven para contarlo y el que sobrevive queda afectado con severidad. Aún sin pandemia, mi amiga habría vivido lo mismo. Con todo y miedo pasó días en el hospital, hizo visitas continuas a los especialistas, pero sobre todo se encerró para ser la primera agente de rehabilitación de su esposo. Así paso tres o cuatro meses, hasta que el marido pudo acudir a tratamiento profesional, salir solo y hacerse cargo de algunas tareas de autocuidado por las que había dependido totalmente. Lo que hasta la fecha le falla es el habla, sus expresiones son ininteligibles, y mi amiga ha aprendido a comprenderlo y asistirlo. Sus limitantes perdurarán incluso más allá de la pandemia, quizá hasta su último día.

Frente a una calamidad puede imbuirse otra tragedia, y otras, como una caja china.

 

A pasos de estación

Lili | México

 

Faltaban siete pasos para llegar a primavera, al momento floreciente de la vida; esperábamos lluvias, pero nos llegó una amenaza de huracán. Todos corrimos a escondernos antes de que cayera siquiera una llovizna de manera que, justo al acabarse las provisiones y agotarse el miedo, nos dio por salir a caminar y revisar el mundo, y de nuevo nos cayó una tormenta torrencial.

Muertos de hambre y henchidos de fuerzas para luchar, lo único que podíamos lograr era avivar lo yermo, regar con sudor a las sobrevivientes raíces que yacían aún en el jardín y aprender a cantar amor a cada brote en vez de reclamarle al tiempo todos los frutos que no nacían. Eso, para todos los que no se encontraban dentro de cajas de cristal.

La sangre joven, esa que grita a fuerza de silencios que el mundo recobre la humanidad y que maneja sobre las manos una barata baraja de saberes, día tras día fue cayendo en el pozo de su propio corazón. Seguramente no fue la primera vez que se encontraron viviendo en una caja, tras la ventana y la pantalla; escasos de luz, entendieron que los sueños no se cumplen quedándose quieto y comenzaron a rebuscar entre lo poco que tenían al alcance para no ver sus sueños cayendo de sus pupilas frente a lagunas de tristezas vacías.

Fue duro caer en cuenta de que los números del calendario al avanzar se llevan las buenas decisiones consigo, pues con cada amanecer se renuevan las almas, haciendo reset a las acciones que te guiaron hasta la cama y dejando hojas en blanco para que pueda reestablecerse el destino.

Hechos de olvido tanto como de conocimientos adquiridos, para andar óptimamente tuvimos que abandonar azotes de reglas maderadas y dejar bien guardados esos pedazos de esencia brillante que sigilosamente nos llevamos de otros.

Construyendo alas con las manos de una vida vacía no puede explicarse al mundo que año con año encontramos 1000 semillas, nos comemos 990, plantamos diez, descuidamos siete y recogemos frutos de sólo tres.