#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 8

#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 8

22 Junio 2021
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  • Confieso que he pecado | Ana María Landeros
  • La rutina: un giro interesante de la pandemia | J. Azeem Amezcua
  • Contingencia 2020 | Prosa Pandémica
  • Vamos a salir de la cueva | Sthansio
  • El adentro del afuera | Silvia Gabriela Vázquez

 

Confieso que he pecado

Ana María Landeros | México

 

Pertenezco a una generación mimada por la vida, nunca conocí lo que es perderlo todo en una guerra, nunca sufrí la falta de libertad, el genocidio, las hambrunas. Creía que las pandemias eran cosa del pasado. Cuando tienes tanta suerte estás obligado a comportarte con decoro, sin embargo, yo he pecado: 

Para muchos como yo, la desgracia se reduce a un hecho anecdótico cuando la vemos de lejos, en la seguridad de nuestro ambiente cotidiano. Nos conformamos con sentir compasión por quienes sufren, pero nos creemos muy lejos de enfrentar una tragedia. Yo, soberbiamente, tenía la certeza de estar libre de esa clase de percances.

A la indiferencia le siguió el miedo cuando el covid-19 llegó a la puerta de mi casa. Supe que, como cualquiera, no soy invulnerable, que la vida puede cambiar en un instante.

Tratando de obtener información para evitar el contagio, me dejé llevar por la fiebre de las redes sociales. Yo, que me creía una persona instruida y sensata, febrilmente leí y retransmití mensajes con teorías que explicaban la crisis, señalaban culpables y prometían curas milagrosas, sin tener ninguna certeza de su veracidad.

A la irreflexión le siguió el pasmo. Supe que después de todo, no soy tan sensata.

Intentando comportarme con civismo, seguí las instrucciones de la autoridad y evité el contacto físico con mis seres queridos. Demasiado tarde me enteré de las penas que causó el aislamiento en muchos de ellos, y yo no estuve ahí para darles un abrazo.

Mi mejor amiga quería contarme una historia y aplacé tanto nuestra plática, que partió para siempre llevándosela consigo.

A la inflexibilidad le siguió el dolor. Supe que para dar amor a quien lo necesita, no se debe esperar a que existan circunstancias adecuadas.

He trabajado arduamente para lograr una situación económica desahogada en la vejez. La pandemia dio al traste con mi negocio. Me dejé llevar por el desaliento y desestimé los otros bienes que poseo.

Al desaliento le siguió la enfermedad. Supe que, ante ese quebranto, las pérdidas económicas son irrelevantes.

Le pedí a Dios con lujo de detalles, cómo y cuándo aliviara mis desgracias, pero no escuchó mis ruegos. Decidí entonces no seguir orando.

Al dejar de orar perdí las esperanzas vanas. Supe que a Dios no puedo exigirle, que bastante regalo fue darme la vida, y que debe tener propósitos más altos de lo que mi mente alcanza a comprender.

La enfermedad no me causó la muerte, y un buen día desperté sana. Entonces sentí agradecimiento por seguir aquí, por lo mucho que me queda en el recuento de los daños. Para mí ya no suena a frases huecas escuchar que “a la oscuridad sigue la luz”, que “toda pena con el tiempo pasa”, y que “siempre hay una razón para volver a levantarse”. Realmente he comprendido que el futuro es tan incierto como esquivo, y lo único que está en mis manos es asimilar esta experiencia, para no pecar de nuevo.

 

La rutina: un giro interesante de la pandemia

J. Azeem Amezcua | México

 

Romper la rutina es un sueño de superación personal que siempre es una buena invitación para salir del estrés tan invasivo que el tiempo completo de la jornada laboral induce. Una de las enseñanzas de prioridad que la atormentante pandemia ha dejado para la mayor parte de la humanidad es esa: cambiar de aire definitivamente le da un giro a la acostumbrada cotidianidad. Sin embargo, el dilema moral que representa radica en una cuestión de perspectiva individual. A lo que se le podía llamar normalidad, antes de que empezara la tormenta, incurre en horarios muy específicos de transporte; escuela o trabajo; comidas; esparcimiento. Ahora, para más de uno esa posibilidad ya parece inexistente. Las llamadas “ventajas de la tecnología” han eliminado los horarios de contrato que las instituciones impusieron, tareas y pendientes se adueñaron del hogar, de la rutina. Entre la escala cromática, no se queda en negro o blanco, la perspectiva para unos ha sido mejor. Sacrificar la inversión del tiempo en ser productivo profesional o académicamente, es más significativo que donarlo involuntariamente a los trayectos complejos que implica la vida citadina. Pero, aunque parece una puntuación crítica, existen más descubrimientos en el abismo de este nuevo ritmo. Por ejemplo, las relaciones. Son varias las personas que volvieron a descubrir el largo de las madrugadas, como tener veinte años, una vez más. Si, ocasionalmente, había una reunión con antiguos colegas o amigos, debía terminar antes de las dos, previó a las consecuencias de la verdadera vida adulta. Entonces, gracias a las llamadas, tener la fiesta desde la cómoda privacidad del hogar las hace más largas. Sobre todo, más ricas en contenido. Curiosamente, anterior al caos, cada contado encuentro invertía mucho tiempo en la adicción celular, perdiendo el instante vivo de la presencia física por estar virtualmente con un tercero. Ahora es distinto, a la distancia tienes la atención completa para explotar una gran variedad de tópicos. Como lo es la rutina. El contacto ajeno con otras personas lejos de tu techo pareciera superficialmente no dar suficiente material. Demasiados hacen lo mismo en estos días. Despertar, sentarse frente a la computadora, comer (a veces aún frente a la computadora), dormir (a veces con el celular aún en la mano). Sin embargo, el universo explorable desde la pantalla cambia la situación. Cursos, películas, tutoriales, series, blogs, libros, libros electrónicos, redes sociales, farándula, política, economía, etcétera, etcétera, etcétera. Un infinito que siempre estuvo ahí, pero parecía privado hasta que la eliminación de distractores le dio un mejor matiz a la rutina. Una rutina digital, con un importante cambio en el sueño de superación personal.

 

Contingencia 2020

Prosa Pandémica | México

 

Una mancha roja matiza continentes, gira en la ruleta de los dioses. El hombre con microchip no conoce de tardanza, de incomodidad; sería conveniente darle un asiento VIP, una pantalla con Netflix o Amazon Prime, palomitas y refresco; un valor agregado mientras la mano del mercado exista.

La casualidad goza de buen pulso: sentencia al hombre y nada más al hombre: los animales existen sin el mañana, tan bien alimentados como su instinto se los dicta; nos recuerdan la soledad, el silencio, el atropello. Y ahora, salen a la calle y son felices.

El universo habla un idioma riguroso, finge que no y un buen día desconfigura la tableta de planes. Nace la cuarentena rebosante de números, recluta privilegiados y afuera existe otro mundo exactamente desigual. Las velas del orbe se apagan, se incineran cuerpos desheredados y el miedo circula como fantasma por calles vacías. La gente poetiza el temor con tiktoks o la retórica posible y sólo algunos saben: la poesía pertenece a otra ribera. Los pacientes auxilian, los impacientes juzgan y los condenados sufren.

Llegan los memes o las fake news, se congestionan la mente, los oídos y los ojos. Una página de historia cae en la ratonera digital donde cada publicación vale un centavo hasta el día de otorgarle otro valor.

La humanidad presume sus bolsillos rotos y vacíos mientras la Naturaleza extiende su primer cheque al portador. Se habla del virus, del desempleo, del PIB, de los pobres, del ingreso y del “quédate en casa” como si habláramos del huevo y la gallina. ¿Cuál será nuestro refugio real e imaginado?, ¿la historia romántica del aislamiento?, ¿la solución del hombre económico?, ¿el heroísmo por obligación? En un tubo de ensayo y con “buena” química emergen el altruismo y la solidaridad, en la mezcla de la desesperación aparecen los reproches y la rabia. Y hoy, al hombre “tan moderno” (con gel, cubrebocas, tapetes, jabones, vacunas y hasta túneles sanitizantes) le faltan escudos.

El virus no es microscópico: tiene ojos grandes, cabeza fría, temple; es omnisciente. Pobres de los enfermos, de los recién llegados al mundo, de los que sufren ansiedad; su ventura es idéntica y distinta. Todo vuelve a ser como cuando las llaves del reloj abrían conversaciones y sanaban tumores de tiempo: vuelven las adivinanzas, los juegos, la gastronomía, todo lo que requiera detener la mirada en la esencia: la zona intacta.

La distancia se mide con el cuerpo entero: la materia es un cáliz amargo. El ser evolucionado espera: la espera es otro sitio para vencer, es otro refugio (como tener la Biblia en mano), es abrazar el prodigio.

 

Vamos a salir de la cueva

Sthansio | México

 

El covid-19 llegó a las vidas mexicanas de manera oficial el 28 de febrero de 2020 con la confirmación de los primeros contagios, cambiando así de un sólo golpe nuestra normalidad.

El virus está aquí y ya sea por un fallido intento de arma biológica (mientras se culpan estadounidenses y chinos tratando de controlar la narrativa), o un mecanismo de control desarrollado por los más poderosos del mundo (BlackRock, BlackStone, etcétera −escoja su favorito−) para justificar la falla del sistema capitalista y a la vez sacar ganancia en el proceso (como Paty Navidad ha argumentado en Twitter con tanta vehemencia) o quizá, simplemente es tener que pagar el karma de alguien que decidió que preparar un rico caldo de murciélago era buena idea. No lo sabemos, no nos dejarán, por ahora.

Lo que sí sabemos es que nuestros variopintos hábitos han cambiado por el #QuédateEnCasa; volvimos a la cueva y poco a poco nos convertimos en estos cavernícolas hiperconectados, olorosos y despeinados, adoradores de la ropa deportiva que lejos está de su propósito original. ¿Camisa? ¿Zapatos? ¿Traje y corbata? Todos artefactos del estilo que han comenzado a habitar en la nostalgia.

El principal reto ha sido estar horas y horas y horas y horas con uno mismo, ¡pufff! Y peor aún, ¡estar/ser con los demás! Que nos ampare alguien de tener que entender sus lenguajes, motivaciones, miedos, angustias, deseos, etcétera. ¡Qué complicado!, ni Big Brother fue un reto tan grande.

Pero poco a poco nos quitamos el susto de este oscuro (e ignorado) lugar y nos rehacemos y damos el primer paso, festejamos orgullosos el haber dominado el fuego (de la estufa y el horno) y conectamos así con nuestro instinto más primitivo, el de la supervivencia. Llega lo imponderable: preparar una pizza o unos huevos con jamón por nuestros propios medios. Toda la evolución de la especie (millennial) reducida a estos pequeños triunfos.

En el camino hemos retomado el valor de las herramientas y nuestras capacidades, ya que a falta de garantías higiénicas, nos hemos avocado al DYI (do it yourself) y, aunque el final sea desastroso, nos queda el proceso (y el aprendizaje). Es eso, precisamente, lo más valioso.

Estoy seguro de que cruzaremos el umbral erguidos, con algo de reconocimiento y dignidad, del Homo sapiens a algo más. Sólo es cuestión de tiempo, vamos a salir de la cueva.

 

El adentro del afuera

Silvia Gabriela Vázquez | Argentina

 

El encierro que trajo la pandemia nos encontró a dos metros de distancia de los que aún suspiran por no poder salir cuanto quisieran.

Me acuerdo del momento en el que un periodista lo decía en la radio (lo escuché, sorprendida, por la ventana abierta del señor de aquí al lado). 

−Hay que quedarse en casa −pronunció con voz clara. 

Luis y yo nos miramos. Dejamos los cartones que habíamos juntado allí sobre el asfalto. Volvimos a mirarnos y así, sin decir nada, hicimos una mueca que intentó ser sonrisa. Paulita todavía no había despertado de la siesta que duerme casi todos los días cuando la vence el hambre.

−Hay que quedarse en casa −repitió Luis, impostando la voz. Entonces sí, brotó con exageración mi carcajada… aunque se apagó enseguida.

−¿Cómo se hace para permanecer adentro cuando sólo hay afuera? −preguntó don Raúl sin esperar respuesta y remarcando, con el repiqueteo de su bastón en la vereda, cada palabra.

−Los chicos, los borrachos, los locos y los viejos decimos la verdad que más les duele a los que no se animan siquiera a pronunciarla −murmuró doña Irma. Había estado observando la escena de reojo mientras amasaba, en una enclenque mesa improvisada, la única comida que compartiríamos los cinco al final de ese día: torta frita.

Las cosas no cambiaron demasiado desde aquella tarde en la que comenzamos a temerle a la pandemia. Hoy, como entonces, un locutor acaba de anunciar un conjunto de medidas que debe tomar la población para evitar los contagios.

Desde la ventana abierta podemos ver a los cinco integrantes de una familia como la nuestra, dispuestos a cenar, ajenos a lo que (nos) ocurre a poco más de dos metros de sus platos humeantes.

Entre un bocado y otro, se quejan por las nuevas restricciones, por el cansancio que el teletrabajo les provoca, por el fastidio que les causa el uso del barbijo. No giran la cabeza, no notan la intemperie de los otros (nosotros), como si sólo pudieran mirar sus propios miedos.

Mientras, en esta esquina, sin nada que beber más que silencio, soñamos con que alguien nos explique −bajo algún techo propio que no sea el que tejen entre sí las estrellas− que hay que quedarse en casa… ¡y logremos hacerlo!

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  • La rutina: un giro interesante de la pandemia | J. Azeem Amezcua
  • Contingencia 2020 | Prosa Pandémica
  • Vamos a salir de la cueva | Sthansio
  • El adentro del afuera | Silvia Gabriela Vázquez

 

Confieso que he pecado

Ana María Landeros | México

 

Pertenezco a una generación mimada por la vida, nunca conocí lo que es perderlo todo en una guerra, nunca sufrí la falta de libertad, el genocidio, las hambrunas. Creía que las pandemias eran cosa del pasado. Cuando tienes tanta suerte estás obligado a comportarte con decoro, sin embargo, yo he pecado: 

Para muchos como yo, la desgracia se reduce a un hecho anecdótico cuando la vemos de lejos, en la seguridad de nuestro ambiente cotidiano. Nos conformamos con sentir compasión por quienes sufren, pero nos creemos muy lejos de enfrentar una tragedia. Yo, soberbiamente, tenía la certeza de estar libre de esa clase de percances.

A la indiferencia le siguió el miedo cuando el covid-19 llegó a la puerta de mi casa. Supe que, como cualquiera, no soy invulnerable, que la vida puede cambiar en un instante.

Tratando de obtener información para evitar el contagio, me dejé llevar por la fiebre de las redes sociales. Yo, que me creía una persona instruida y sensata, febrilmente leí y retransmití mensajes con teorías que explicaban la crisis, señalaban culpables y prometían curas milagrosas, sin tener ninguna certeza de su veracidad.

A la irreflexión le siguió el pasmo. Supe que después de todo, no soy tan sensata.

Intentando comportarme con civismo, seguí las instrucciones de la autoridad y evité el contacto físico con mis seres queridos. Demasiado tarde me enteré de las penas que causó el aislamiento en muchos de ellos, y yo no estuve ahí para darles un abrazo.

Mi mejor amiga quería contarme una historia y aplacé tanto nuestra plática, que partió para siempre llevándosela consigo.

A la inflexibilidad le siguió el dolor. Supe que para dar amor a quien lo necesita, no se debe esperar a que existan circunstancias adecuadas.

He trabajado arduamente para lograr una situación económica desahogada en la vejez. La pandemia dio al traste con mi negocio. Me dejé llevar por el desaliento y desestimé los otros bienes que poseo.

Al desaliento le siguió la enfermedad. Supe que, ante ese quebranto, las pérdidas económicas son irrelevantes.

Le pedí a Dios con lujo de detalles, cómo y cuándo aliviara mis desgracias, pero no escuchó mis ruegos. Decidí entonces no seguir orando.

Al dejar de orar perdí las esperanzas vanas. Supe que a Dios no puedo exigirle, que bastante regalo fue darme la vida, y que debe tener propósitos más altos de lo que mi mente alcanza a comprender.

La enfermedad no me causó la muerte, y un buen día desperté sana. Entonces sentí agradecimiento por seguir aquí, por lo mucho que me queda en el recuento de los daños. Para mí ya no suena a frases huecas escuchar que “a la oscuridad sigue la luz”, que “toda pena con el tiempo pasa”, y que “siempre hay una razón para volver a levantarse”. Realmente he comprendido que el futuro es tan incierto como esquivo, y lo único que está en mis manos es asimilar esta experiencia, para no pecar de nuevo.

 

La rutina: un giro interesante de la pandemia

J. Azeem Amezcua | México

 

Romper la rutina es un sueño de superación personal que siempre es una buena invitación para salir del estrés tan invasivo que el tiempo completo de la jornada laboral induce. Una de las enseñanzas de prioridad que la atormentante pandemia ha dejado para la mayor parte de la humanidad es esa: cambiar de aire definitivamente le da un giro a la acostumbrada cotidianidad. Sin embargo, el dilema moral que representa radica en una cuestión de perspectiva individual. A lo que se le podía llamar normalidad, antes de que empezara la tormenta, incurre en horarios muy específicos de transporte; escuela o trabajo; comidas; esparcimiento. Ahora, para más de uno esa posibilidad ya parece inexistente. Las llamadas “ventajas de la tecnología” han eliminado los horarios de contrato que las instituciones impusieron, tareas y pendientes se adueñaron del hogar, de la rutina. Entre la escala cromática, no se queda en negro o blanco, la perspectiva para unos ha sido mejor. Sacrificar la inversión del tiempo en ser productivo profesional o académicamente, es más significativo que donarlo involuntariamente a los trayectos complejos que implica la vida citadina. Pero, aunque parece una puntuación crítica, existen más descubrimientos en el abismo de este nuevo ritmo. Por ejemplo, las relaciones. Son varias las personas que volvieron a descubrir el largo de las madrugadas, como tener veinte años, una vez más. Si, ocasionalmente, había una reunión con antiguos colegas o amigos, debía terminar antes de las dos, previó a las consecuencias de la verdadera vida adulta. Entonces, gracias a las llamadas, tener la fiesta desde la cómoda privacidad del hogar las hace más largas. Sobre todo, más ricas en contenido. Curiosamente, anterior al caos, cada contado encuentro invertía mucho tiempo en la adicción celular, perdiendo el instante vivo de la presencia física por estar virtualmente con un tercero. Ahora es distinto, a la distancia tienes la atención completa para explotar una gran variedad de tópicos. Como lo es la rutina. El contacto ajeno con otras personas lejos de tu techo pareciera superficialmente no dar suficiente material. Demasiados hacen lo mismo en estos días. Despertar, sentarse frente a la computadora, comer (a veces aún frente a la computadora), dormir (a veces con el celular aún en la mano). Sin embargo, el universo explorable desde la pantalla cambia la situación. Cursos, películas, tutoriales, series, blogs, libros, libros electrónicos, redes sociales, farándula, política, economía, etcétera, etcétera, etcétera. Un infinito que siempre estuvo ahí, pero parecía privado hasta que la eliminación de distractores le dio un mejor matiz a la rutina. Una rutina digital, con un importante cambio en el sueño de superación personal.

 

Contingencia 2020

Prosa Pandémica | México

 

Una mancha roja matiza continentes, gira en la ruleta de los dioses. El hombre con microchip no conoce de tardanza, de incomodidad; sería conveniente darle un asiento VIP, una pantalla con Netflix o Amazon Prime, palomitas y refresco; un valor agregado mientras la mano del mercado exista.

La casualidad goza de buen pulso: sentencia al hombre y nada más al hombre: los animales existen sin el mañana, tan bien alimentados como su instinto se los dicta; nos recuerdan la soledad, el silencio, el atropello. Y ahora, salen a la calle y son felices.

El universo habla un idioma riguroso, finge que no y un buen día desconfigura la tableta de planes. Nace la cuarentena rebosante de números, recluta privilegiados y afuera existe otro mundo exactamente desigual. Las velas del orbe se apagan, se incineran cuerpos desheredados y el miedo circula como fantasma por calles vacías. La gente poetiza el temor con tiktoks o la retórica posible y sólo algunos saben: la poesía pertenece a otra ribera. Los pacientes auxilian, los impacientes juzgan y los condenados sufren.

Llegan los memes o las fake news, se congestionan la mente, los oídos y los ojos. Una página de historia cae en la ratonera digital donde cada publicación vale un centavo hasta el día de otorgarle otro valor.

La humanidad presume sus bolsillos rotos y vacíos mientras la Naturaleza extiende su primer cheque al portador. Se habla del virus, del desempleo, del PIB, de los pobres, del ingreso y del “quédate en casa” como si habláramos del huevo y la gallina. ¿Cuál será nuestro refugio real e imaginado?, ¿la historia romántica del aislamiento?, ¿la solución del hombre económico?, ¿el heroísmo por obligación? En un tubo de ensayo y con “buena” química emergen el altruismo y la solidaridad, en la mezcla de la desesperación aparecen los reproches y la rabia. Y hoy, al hombre “tan moderno” (con gel, cubrebocas, tapetes, jabones, vacunas y hasta túneles sanitizantes) le faltan escudos.

El virus no es microscópico: tiene ojos grandes, cabeza fría, temple; es omnisciente. Pobres de los enfermos, de los recién llegados al mundo, de los que sufren ansiedad; su ventura es idéntica y distinta. Todo vuelve a ser como cuando las llaves del reloj abrían conversaciones y sanaban tumores de tiempo: vuelven las adivinanzas, los juegos, la gastronomía, todo lo que requiera detener la mirada en la esencia: la zona intacta.

La distancia se mide con el cuerpo entero: la materia es un cáliz amargo. El ser evolucionado espera: la espera es otro sitio para vencer, es otro refugio (como tener la Biblia en mano), es abrazar el prodigio.

 

Vamos a salir de la cueva

Sthansio | México

 

El covid-19 llegó a las vidas mexicanas de manera oficial el 28 de febrero de 2020 con la confirmación de los primeros contagios, cambiando así de un sólo golpe nuestra normalidad.

El virus está aquí y ya sea por un fallido intento de arma biológica (mientras se culpan estadounidenses y chinos tratando de controlar la narrativa), o un mecanismo de control desarrollado por los más poderosos del mundo (BlackRock, BlackStone, etcétera −escoja su favorito−) para justificar la falla del sistema capitalista y a la vez sacar ganancia en el proceso (como Paty Navidad ha argumentado en Twitter con tanta vehemencia) o quizá, simplemente es tener que pagar el karma de alguien que decidió que preparar un rico caldo de murciélago era buena idea. No lo sabemos, no nos dejarán, por ahora.

Lo que sí sabemos es que nuestros variopintos hábitos han cambiado por el #QuédateEnCasa; volvimos a la cueva y poco a poco nos convertimos en estos cavernícolas hiperconectados, olorosos y despeinados, adoradores de la ropa deportiva que lejos está de su propósito original. ¿Camisa? ¿Zapatos? ¿Traje y corbata? Todos artefactos del estilo que han comenzado a habitar en la nostalgia.

El principal reto ha sido estar horas y horas y horas y horas con uno mismo, ¡pufff! Y peor aún, ¡estar/ser con los demás! Que nos ampare alguien de tener que entender sus lenguajes, motivaciones, miedos, angustias, deseos, etcétera. ¡Qué complicado!, ni Big Brother fue un reto tan grande.

Pero poco a poco nos quitamos el susto de este oscuro (e ignorado) lugar y nos rehacemos y damos el primer paso, festejamos orgullosos el haber dominado el fuego (de la estufa y el horno) y conectamos así con nuestro instinto más primitivo, el de la supervivencia. Llega lo imponderable: preparar una pizza o unos huevos con jamón por nuestros propios medios. Toda la evolución de la especie (millennial) reducida a estos pequeños triunfos.

En el camino hemos retomado el valor de las herramientas y nuestras capacidades, ya que a falta de garantías higiénicas, nos hemos avocado al DYI (do it yourself) y, aunque el final sea desastroso, nos queda el proceso (y el aprendizaje). Es eso, precisamente, lo más valioso.

Estoy seguro de que cruzaremos el umbral erguidos, con algo de reconocimiento y dignidad, del Homo sapiens a algo más. Sólo es cuestión de tiempo, vamos a salir de la cueva.

 

El adentro del afuera

Silvia Gabriela Vázquez | Argentina

 

El encierro que trajo la pandemia nos encontró a dos metros de distancia de los que aún suspiran por no poder salir cuanto quisieran.

Me acuerdo del momento en el que un periodista lo decía en la radio (lo escuché, sorprendida, por la ventana abierta del señor de aquí al lado). 

−Hay que quedarse en casa −pronunció con voz clara. 

Luis y yo nos miramos. Dejamos los cartones que habíamos juntado allí sobre el asfalto. Volvimos a mirarnos y así, sin decir nada, hicimos una mueca que intentó ser sonrisa. Paulita todavía no había despertado de la siesta que duerme casi todos los días cuando la vence el hambre.

−Hay que quedarse en casa −repitió Luis, impostando la voz. Entonces sí, brotó con exageración mi carcajada… aunque se apagó enseguida.

−¿Cómo se hace para permanecer adentro cuando sólo hay afuera? −preguntó don Raúl sin esperar respuesta y remarcando, con el repiqueteo de su bastón en la vereda, cada palabra.

−Los chicos, los borrachos, los locos y los viejos decimos la verdad que más les duele a los que no se animan siquiera a pronunciarla −murmuró doña Irma. Había estado observando la escena de reojo mientras amasaba, en una enclenque mesa improvisada, la única comida que compartiríamos los cinco al final de ese día: torta frita.

Las cosas no cambiaron demasiado desde aquella tarde en la que comenzamos a temerle a la pandemia. Hoy, como entonces, un locutor acaba de anunciar un conjunto de medidas que debe tomar la población para evitar los contagios.

Desde la ventana abierta podemos ver a los cinco integrantes de una familia como la nuestra, dispuestos a cenar, ajenos a lo que (nos) ocurre a poco más de dos metros de sus platos humeantes.

Entre un bocado y otro, se quejan por las nuevas restricciones, por el cansancio que el teletrabajo les provoca, por el fastidio que les causa el uso del barbijo. No giran la cabeza, no notan la intemperie de los otros (nosotros), como si sólo pudieran mirar sus propios miedos.

Mientras, en esta esquina, sin nada que beber más que silencio, soñamos con que alguien nos explique −bajo algún techo propio que no sea el que tejen entre sí las estrellas− que hay que quedarse en casa… ¡y logremos hacerlo!