Desde los abismos se fraguó el mal, los demonios que otrora torturaron a los mártires ascendieron con renovados bríos. Intimidaron a los débiles, acecharon a los glotones, se ensañaron con los ancianos. Sitiaron a la humanidad, concentraron familias en casas, como hacía años no se veía, los incitaron a la pereza, a la gula; la ira se desbordó hacia los pequeños, hacia las mujeres.
Los canales de información tornaron de gris el paisaje. Distribuyeron imágenes del abandono. Las religiones se amotinaron en sus abadías, sus alcances se redujeron a la fe. Los monstruos tecnológicos bombardearon sin piedad los pocos instintos que conservábamos, estrechar las manos, fundirnos en un abrazo, simplemente conversar. Nos encerraron tras una fría pantalla.
Mientras se ataca, también se baja la guardia. Las cámaras reavivaron las sonrisas que los cubrebocas estaban por liquidar.
Las cifras corrían en monitores de todo el mundo como antes lo hacían las casa de bolsa, hoy diluidas a cenizas, los números estaban teñidos de muerte.
Cuando la estocada final parecía ser el único movimiento por venir, un ser supremo, ese que muchas religiones han querido contratar para sus filas; en un movimiento maestro tornó la lujuria en un acto de amor, el acto de amor, en un acto de fe, el acto de fe, en una nueva generación de seres humanos procreados y nacidos en la pandemia; adaptado a los rostros enmascarados, a las limitaciones económicas, a compartir, a disfrutar del núcleo familiar. Un nuevo ser humano con entrañas del ser humano de mi infancia ha nacido, es el nuevo poblador del mundo, como un mesías, inspira a salvar la humanidad, a devolverle sus calles, su reinado sobre las bestias, sobre las máquinas.
A cambio de su resiliencia no entregará la vida. Sólo ha prometido no cometer los mismos errores del pasado.
Cierro los párpados, dejo que el vapor del café acceda por mis poros, incluso percibo la humedad latente esparciéndose en mi cosmos interior. Aparece el aroma a sueños fugaces, abrazos en pausa, caricias suspendidas, celebraciones caducas, mi tiempo arrebatado.
Sorbos en cámara lenta de expreso albedrío con una cucharada de nostalgia.
Reflexiono sobre la borrosa realidad. Es difícil concentrarse cuando mi mente cansada se acompaña con galletas de mantequilla sintética. El sol se derrite por el ventanal, es media semana y siento que me robaron casi dos años de mi vida. Entre muecas, desbarato la sintaxis de mis pensamientos fatalistas, muevo las ideas como piezas de ajedrez y lo único que consigo es un garabato en la psique. ¿Normalidad?, no sé ni siquiera qué es lo normal.
Me sumerjo en el líquido cafeínico. Quedo empapada de taquicardia.
Antes de la pandemia, la versión anterior de mí estaba en proceso de edición. Ahora, con las modificaciones impuestas, no sé ni conjugar la vida. ¿Será que soy la única persona que en lugar de aprender desea desaprender?
El café se enfría y yo sigo bebiendo confusión.
Leo en Twitter el bombardeo de normas que seguiremos aplicando después del colapso mundial, las nombro normaslidades. Me causan estrés, no me acostumbro, siento que el amor se evapora, las almas se enfrían, parecemos títeres híbridos, ni siquiera estornudar a gusto podemos. Creo que es tiempo de desaprendernos para reiniciar un nuevo ciclo, desde cero, no basta con disfrazar el miedo.
Observo la taza vacía, la relleno con todo lo que quiero desaprender. Pienso que al lavarla con jabón, lo mal aprendido se irá con las burbujas.
El contenido se desparrama, el desastre brota, recuerdo que no tengo limpio el trapo de cocina. La numeralia de eventos por desaprender es tan grande que nunca acabaría de lavar la infinidad de tazas. Se hace tarde, debo salir al mandado, ¿dónde dejé mi cubrebocas? Ay, no lo lavé.
La realidad te llega a través de pantallas que se colocan máscaras humanas. Se disfrazan de las personas con las que solías compartir el aire incontaminado. Las voces se volvieron metálicas, los días dejaron de tener horas, y los árboles pasaron por un ciclo entero de vida/muerte sin que nadie pusiera atención. Cuatro paredes son muy pocas. Tu cuerpo te pesa, tu piel quiere salir corriendo de ti, regresar al mar, alejarse del moho que crece en el baño. El miedo nos paralizó, la crónica de nuestra existencia se desvió para darnos un intermedio que nadie lograba entender. Tus planes se escurrieron entre la tierra de las plantas que buscan el sol sin descanso. El verde del que te rodeaste se hartó de tu compañía. Tu más grande arrepentimiento –ese que nadie conoce, del cual nunca hablas, el que te llevarás a la tumba– logró su dulce venganza en múltiples e inagotables pesadillas. Se te espantó el sueño, el hambre, el anhelo y la misericordia. Esa supuesta capacidad de descifrar la verdad se volvió tu tormento, tu conciencia se puso en tu contra, y tu rechazo a la incoherencia terminó ahorcándote los ojos.
Desde el pozo más hondo en el que jamás has estado le deseaste buena suerte a la humanidad. Lo absurdo de la hipercomunicación terminó siendo tu entretenimiento, aferrándote de manera enfermiza a la evolución rápida y tosca de lo que prometía ser nuestra emancipación. ¿Quién iba a pensar que tu pulgar se convertiría en tu dictador? La felicidad que sentiste hace años será para siempre tu condena, tu fuente de frustración, lo único a lo que regresas sabiendo que jamás podrás soltar, y nunca volverás a sentir. Cuatro paredes siguen siendo muy pocas. La carcajada de la luz no te deja dormir, y la incertidumbre ha encandilado al planeta entero. Quieres sentir un grado de conexión especial con otras personas por el simple hecho de compartir un trauma, pero tu supervivencia es salvaje. No importa nada, tú únicamente quieres decidir.
Olvidaste por completo cómo era ser quien eras. Sabías que no volverías a ser esa promesa que te contabas. Seguiste fingiendo la productividad que firmaste en un contrato, a pesar del agotamiento de ver esa reproducción cansada de lo que tu vida solía ser. Todo pasa en todos lugares y tú te enteras de todo. Tu entendimiento no te alcanza para comprender que en realidad no eres un dios, aun después de haber estrenado tu feature de la omnipresencia. Cuando crees avanzar te caes hacia todos lados sin haberte movido. Tienes por seguro que la muerte nos rodea más que nunca, y ninguna de tus mañanas fue trascendente. Tu pesimismo se volvió la esperanza en tu futuro, sólo te queda continuar. A estas alturas la curiosidad es demasiada. Cuatro paredes siempre serán muy pocas.
Todo el mundo tiene demonios. La cuestión es simplemente
saber hasta qué punto esos demonios son tolerables.
Joël Dicker
Comenzó como una alerta, como el tráiler de una nueva película hollywoodense que venía de un lugar con nombre de susto: Wuhan. Al principio la mayoría de nosotros pensó que sería algo pasajero, un mes, máximo tres. En fin, un momento que se nos presentaba como una pausa para replantear los problemas de una humanidad en decadencia y que de alguna forma nos llevaría a pérdidas, pero al final seríamos mejores.
El bicho se instaló rápidamente en el imaginario: en los tapetes, en las superficies, pero sobre todo en nuestras cabezas. Nos orilló a cerrar las puerta, las ventanas, y a abrirle las pantallas a desconocidos. Aprendimos a guardarnos y a salir supuestamente sólo a lo esencial. Bueno, es lo que intentamos, como en mi caso, ya que una de esas actividades era salir a comprar pan, porque a mí me enseñaron desde niño que las penas con pan son buenas, así que en los momentos de mayor incertidumbre y pesar, una buena pieza aminoraba los efectos del encierro.
Afuera la naturaleza nos mostró su gran capacidad de recuperarse: la Tierra respiró y comenzó a demostrarnos que el virus somos nosotros. En mi ciudad fue el año con menor incidencia de incendios forestales. Me recorrí todos los pasillos, las recámaras, la cocina, la sala, subí y bajé las escaleras. En un encierro tener la llave no implica libertad. Eso sí, algo me resulta nuevo: no podré ver a los animales en los zoológicos de la misma forma.
Aún toca sanar las pérdidas, para algunos fueron económicas y materiales, para otros de personas queridas que ya no están con nosotros o de relaciones que se enfriaron. Para algunos los demonios aún siguen y seguirán afuera, para otros adentro, y no son iguales para todos.
Hemos sobrevivido a una pandemia y no podemos decir que somos los mismos y que no aprendimos algo. Tal vez curar la penas con pan no es el mejor remedio, y a más de un año del inicio de esta pandemia puedo decir que no somos mejores, pero algunos ya nos salimos de la inercia de la mayoría.
A los demonios les gusta el pan.
Saberte lejos es acercarme a mí. Conocerme es desconocerte por completo. Sanarme es cicatrizar la herida que creaste. Amarme es dejarte ir.
Decidí ser libre, de ti y de todo lo que alguna vez me hiciste sentir. Soltarme de ti, comenzar a vivir, escuchar cada palabra de aquella canción que me hace bailar, reflexionar los sentimientos que conmueven al corazón, dejar de escribir en un diario lleno de lágrimas, leer todo aquello que el polvo dejó cubierto, crecer el amor propio que había tomado una larga siesta.
Un encierro en libertad. Me sentí sola y sin ti, sin tu presión diaria, sin tus preocupaciones, sin tu mecánica rutina ni el peso de tus inseguridades. Me volví a conocer, volví a llenar mis pulmones de aire puro, volví a escribirme a mí, volví a tocar mi piel y a regar las flores de mi jardín mental, que se marchitaba con tu presencia. La libertad me enseñó a aprenderme, a descubrir lo que me gustaba a mí y no a ti, lo que quería para el futuro y lo que rechazo como mi presente. Dejé en el olvido lo que alguna vez fui y no quise ser. El encierro me protegió de lo impensable, me salvó de mí misma y me regaló a ojos cerrados una nueva oportunidad, una nueva realidad: tiempo indefinido. Para soñar despierta, para planear mis viajes a todos los rincones de la casa empolvada en la que había habitado durante tantos años, y para perdonarte.
A veces, me miro en el espejo y te veo, no has cambiado, pero ya no me haces daño. Estás ahí, en espera de algo que no sé qué es, nuestros ojos se tocan, pero nuestras almas han dejado de buscarse. Te admiro, fuiste valiente, pero caminaste demasiado lejos sin mí y ahora sólo queda tu vago recuerdo. Dejé, poco a poco, de hablar tu lenguaje inconsistente.
El tiempo encapsulado me permitió ver crecer aquellas flores mentales, planté algunas nuevas cuyos aromas me hacen sentir en paz, me hacen saber que soy amada y que estoy mejor sin ti.
Soy mejor persona ahora, mis infiernos se apaciguaron y los ángeles me gritan con dulce voz que estoy lista para encontrarme de nuevo con el mundo.
Me amo, te dejo atrás.
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Los canales de información tornaron de gris el paisaje. Distribuyeron imágenes del abandono. Las religiones se amotinaron en sus abadías, sus alcances se redujeron a la fe. Los monstruos tecnológicos bombardearon sin piedad los pocos instintos que conservábamos, estrechar las manos, fundirnos en un abrazo, simplemente conversar. Nos encerraron tras una fría pantalla.
Mientras se ataca, también se baja la guardia. Las cámaras reavivaron las sonrisas que los cubrebocas estaban por liquidar.
Las cifras corrían en monitores de todo el mundo como antes lo hacían las casa de bolsa, hoy diluidas a cenizas, los números estaban teñidos de muerte.
Cuando la estocada final parecía ser el único movimiento por venir, un ser supremo, ese que muchas religiones han querido contratar para sus filas; en un movimiento maestro tornó la lujuria en un acto de amor, el acto de amor, en un acto de fe, el acto de fe, en una nueva generación de seres humanos procreados y nacidos en la pandemia; adaptado a los rostros enmascarados, a las limitaciones económicas, a compartir, a disfrutar del núcleo familiar. Un nuevo ser humano con entrañas del ser humano de mi infancia ha nacido, es el nuevo poblador del mundo, como un mesías, inspira a salvar la humanidad, a devolverle sus calles, su reinado sobre las bestias, sobre las máquinas.
A cambio de su resiliencia no entregará la vida. Sólo ha prometido no cometer los mismos errores del pasado.
Cierro los párpados, dejo que el vapor del café acceda por mis poros, incluso percibo la humedad latente esparciéndose en mi cosmos interior. Aparece el aroma a sueños fugaces, abrazos en pausa, caricias suspendidas, celebraciones caducas, mi tiempo arrebatado.
Sorbos en cámara lenta de expreso albedrío con una cucharada de nostalgia.
Reflexiono sobre la borrosa realidad. Es difícil concentrarse cuando mi mente cansada se acompaña con galletas de mantequilla sintética. El sol se derrite por el ventanal, es media semana y siento que me robaron casi dos años de mi vida. Entre muecas, desbarato la sintaxis de mis pensamientos fatalistas, muevo las ideas como piezas de ajedrez y lo único que consigo es un garabato en la psique. ¿Normalidad?, no sé ni siquiera qué es lo normal.
Me sumerjo en el líquido cafeínico. Quedo empapada de taquicardia.
Antes de la pandemia, la versión anterior de mí estaba en proceso de edición. Ahora, con las modificaciones impuestas, no sé ni conjugar la vida. ¿Será que soy la única persona que en lugar de aprender desea desaprender?
El café se enfría y yo sigo bebiendo confusión.
Leo en Twitter el bombardeo de normas que seguiremos aplicando después del colapso mundial, las nombro normaslidades. Me causan estrés, no me acostumbro, siento que el amor se evapora, las almas se enfrían, parecemos títeres híbridos, ni siquiera estornudar a gusto podemos. Creo que es tiempo de desaprendernos para reiniciar un nuevo ciclo, desde cero, no basta con disfrazar el miedo.
Observo la taza vacía, la relleno con todo lo que quiero desaprender. Pienso que al lavarla con jabón, lo mal aprendido se irá con las burbujas.
El contenido se desparrama, el desastre brota, recuerdo que no tengo limpio el trapo de cocina. La numeralia de eventos por desaprender es tan grande que nunca acabaría de lavar la infinidad de tazas. Se hace tarde, debo salir al mandado, ¿dónde dejé mi cubrebocas? Ay, no lo lavé.
La realidad te llega a través de pantallas que se colocan máscaras humanas. Se disfrazan de las personas con las que solías compartir el aire incontaminado. Las voces se volvieron metálicas, los días dejaron de tener horas, y los árboles pasaron por un ciclo entero de vida/muerte sin que nadie pusiera atención. Cuatro paredes son muy pocas. Tu cuerpo te pesa, tu piel quiere salir corriendo de ti, regresar al mar, alejarse del moho que crece en el baño. El miedo nos paralizó, la crónica de nuestra existencia se desvió para darnos un intermedio que nadie lograba entender. Tus planes se escurrieron entre la tierra de las plantas que buscan el sol sin descanso. El verde del que te rodeaste se hartó de tu compañía. Tu más grande arrepentimiento –ese que nadie conoce, del cual nunca hablas, el que te llevarás a la tumba– logró su dulce venganza en múltiples e inagotables pesadillas. Se te espantó el sueño, el hambre, el anhelo y la misericordia. Esa supuesta capacidad de descifrar la verdad se volvió tu tormento, tu conciencia se puso en tu contra, y tu rechazo a la incoherencia terminó ahorcándote los ojos.
Desde el pozo más hondo en el que jamás has estado le deseaste buena suerte a la humanidad. Lo absurdo de la hipercomunicación terminó siendo tu entretenimiento, aferrándote de manera enfermiza a la evolución rápida y tosca de lo que prometía ser nuestra emancipación. ¿Quién iba a pensar que tu pulgar se convertiría en tu dictador? La felicidad que sentiste hace años será para siempre tu condena, tu fuente de frustración, lo único a lo que regresas sabiendo que jamás podrás soltar, y nunca volverás a sentir. Cuatro paredes siguen siendo muy pocas. La carcajada de la luz no te deja dormir, y la incertidumbre ha encandilado al planeta entero. Quieres sentir un grado de conexión especial con otras personas por el simple hecho de compartir un trauma, pero tu supervivencia es salvaje. No importa nada, tú únicamente quieres decidir.
Olvidaste por completo cómo era ser quien eras. Sabías que no volverías a ser esa promesa que te contabas. Seguiste fingiendo la productividad que firmaste en un contrato, a pesar del agotamiento de ver esa reproducción cansada de lo que tu vida solía ser. Todo pasa en todos lugares y tú te enteras de todo. Tu entendimiento no te alcanza para comprender que en realidad no eres un dios, aun después de haber estrenado tu feature de la omnipresencia. Cuando crees avanzar te caes hacia todos lados sin haberte movido. Tienes por seguro que la muerte nos rodea más que nunca, y ninguna de tus mañanas fue trascendente. Tu pesimismo se volvió la esperanza en tu futuro, sólo te queda continuar. A estas alturas la curiosidad es demasiada. Cuatro paredes siempre serán muy pocas.
Todo el mundo tiene demonios. La cuestión es simplemente
saber hasta qué punto esos demonios son tolerables.
Joël Dicker
Comenzó como una alerta, como el tráiler de una nueva película hollywoodense que venía de un lugar con nombre de susto: Wuhan. Al principio la mayoría de nosotros pensó que sería algo pasajero, un mes, máximo tres. En fin, un momento que se nos presentaba como una pausa para replantear los problemas de una humanidad en decadencia y que de alguna forma nos llevaría a pérdidas, pero al final seríamos mejores.
El bicho se instaló rápidamente en el imaginario: en los tapetes, en las superficies, pero sobre todo en nuestras cabezas. Nos orilló a cerrar las puerta, las ventanas, y a abrirle las pantallas a desconocidos. Aprendimos a guardarnos y a salir supuestamente sólo a lo esencial. Bueno, es lo que intentamos, como en mi caso, ya que una de esas actividades era salir a comprar pan, porque a mí me enseñaron desde niño que las penas con pan son buenas, así que en los momentos de mayor incertidumbre y pesar, una buena pieza aminoraba los efectos del encierro.
Afuera la naturaleza nos mostró su gran capacidad de recuperarse: la Tierra respiró y comenzó a demostrarnos que el virus somos nosotros. En mi ciudad fue el año con menor incidencia de incendios forestales. Me recorrí todos los pasillos, las recámaras, la cocina, la sala, subí y bajé las escaleras. En un encierro tener la llave no implica libertad. Eso sí, algo me resulta nuevo: no podré ver a los animales en los zoológicos de la misma forma.
Aún toca sanar las pérdidas, para algunos fueron económicas y materiales, para otros de personas queridas que ya no están con nosotros o de relaciones que se enfriaron. Para algunos los demonios aún siguen y seguirán afuera, para otros adentro, y no son iguales para todos.
Hemos sobrevivido a una pandemia y no podemos decir que somos los mismos y que no aprendimos algo. Tal vez curar la penas con pan no es el mejor remedio, y a más de un año del inicio de esta pandemia puedo decir que no somos mejores, pero algunos ya nos salimos de la inercia de la mayoría.
A los demonios les gusta el pan.
Saberte lejos es acercarme a mí. Conocerme es desconocerte por completo. Sanarme es cicatrizar la herida que creaste. Amarme es dejarte ir.
Decidí ser libre, de ti y de todo lo que alguna vez me hiciste sentir. Soltarme de ti, comenzar a vivir, escuchar cada palabra de aquella canción que me hace bailar, reflexionar los sentimientos que conmueven al corazón, dejar de escribir en un diario lleno de lágrimas, leer todo aquello que el polvo dejó cubierto, crecer el amor propio que había tomado una larga siesta.
Un encierro en libertad. Me sentí sola y sin ti, sin tu presión diaria, sin tus preocupaciones, sin tu mecánica rutina ni el peso de tus inseguridades. Me volví a conocer, volví a llenar mis pulmones de aire puro, volví a escribirme a mí, volví a tocar mi piel y a regar las flores de mi jardín mental, que se marchitaba con tu presencia. La libertad me enseñó a aprenderme, a descubrir lo que me gustaba a mí y no a ti, lo que quería para el futuro y lo que rechazo como mi presente. Dejé en el olvido lo que alguna vez fui y no quise ser. El encierro me protegió de lo impensable, me salvó de mí misma y me regaló a ojos cerrados una nueva oportunidad, una nueva realidad: tiempo indefinido. Para soñar despierta, para planear mis viajes a todos los rincones de la casa empolvada en la que había habitado durante tantos años, y para perdonarte.
A veces, me miro en el espejo y te veo, no has cambiado, pero ya no me haces daño. Estás ahí, en espera de algo que no sé qué es, nuestros ojos se tocan, pero nuestras almas han dejado de buscarse. Te admiro, fuiste valiente, pero caminaste demasiado lejos sin mí y ahora sólo queda tu vago recuerdo. Dejé, poco a poco, de hablar tu lenguaje inconsistente.
El tiempo encapsulado me permitió ver crecer aquellas flores mentales, planté algunas nuevas cuyos aromas me hacen sentir en paz, me hacen saber que soy amada y que estoy mejor sin ti.
Soy mejor persona ahora, mis infiernos se apaciguaron y los ángeles me gritan con dulce voz que estoy lista para encontrarme de nuevo con el mundo.
Me amo, te dejo atrás.