#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 5

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17 Junio 2021
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  • Vida social | Pablo Manzano
  • Digamos que nos hace falta un tiempo sin tiempo | Ome Galindo
  • La carta | Leodan Morales
  • Somos un canto al espejo | Patricia Carrillo Padilla
  • La cajita feliz | Olivia Márquez Gómez

 

Vida social

Pablo Manzano | Austria

 

Extraño las clases de yoga, de zumba, de salsa, de body combat. Los encuentros con el grupo de movimiento corporal expresivo, las cenas de parejas, los intercambios de parejas, las maratones multitudinarias, los festivales de música, teatro y cine, las tertulias literarias, el coro de la iglesia, el club de swingers, las manifestaciones, las coreografías masivas/reivindicativas en la vía pública, las ceremonias de ayahuasca y temazcal, los paseos en bicicleta con cincuenta ciclistas y otras actividades de masa crítica. Echo de menos las dinámicas grupales, encontrarme con gente y gritar: “¡Treinta mil desaparecidos, presente!” Extraño las presentaciones de libros de escritores célebres, y las fiestas en la playa, una playa repleta o la sala repleta de un cine con un tío detrás comiendo chips y haciendo ruido con la bolsa y otro a mi lado que se ríe porque sí. Añoro los rituales del centro holístico, los seminarios de género, los cursos para aprender a hacer cerveza y las sesiones del grupo de terapia artística. Extraño mucho a aquellos con quienes comparto simpatías y antipatías, los encuentros vivenciales de energía femenina antipatriarcal y el fútbol semanal con hombres adultos que se siguen tomando muy en serio lo de bajar a defender. Extraño ir a un bar, a un restaurante, dispuesto a asesinar y morir asesinado por una mesa. Extraño los entrenamientos de crossfit y las sesiones de atadura erótica, extraño juntarme con los buenos para hablar mal de los malos o con los malos para mofarnos del buenismo, mientras me pregunto cuándo volveremos a reunirnos en la cooperativa de consumo agrorresponsable, autogestionado y popular. Se extraña todo tanto, hasta los suicidios en grupo extraño. Pero lo que más echo de menos, sin duda, lo que más añoro es viajar.

Actualización de estado: las partidas de póker, las ceremonias de la Logia, las tardes jugando al bike-polo, los partidos de ping pong entre nudistas, el grupo con el que salimos por el bosque para abrazar árboles...

 

Digamos que nos hace falta un tiempo sin tiempo

Ome Galindo | México

 

Siempre que mirábamos el reloj, debía hacer algo. Por ello, cuando la pandemia refrenó nuestras actividades presenciales, nos dimos un aliento de la vida profesional.

El tiempo, decía San Agustín, es medida del movimiento, y este pensamiento del siglo vi gobernaba nuestra cotidianidad. ¿Qué era de nosotros sino movernos de un lado a otro? Tomar clases en la mañana, correr al trabajo en la tarde, cenar en pareja a la noche. Leer un libro en la cama era un placer que sólo correspondía a los que no se desvelaban terminando los pendientes atrasados.

Sin embargo, de forma inesperada, un 17 de marzo de 2020 nos detuvimos y no supimos qué hacer. Esas “dos semanas” sin labores nos permitieron ponernos al día, creer que terminaríamos la tesis, calificar reportes de lectura, preparar ponencias, avanzar en la escritura. Pero poco o nada se cumplió como nos lo prometimos.

La incertidumbre nos sorprendió y ese tiempo ahorrado por no desplazarnos de un lado a otro, fue conquistado por reflexiones sobre la muerte, sobre lo frágiles que éramos, sobre cómo habríamos de superar la hecatombe de contagios. Perdimos el sueño, nos enfrascamos en el streaming, en videojuegos; todo, menos lo que buscamos concluir durante el encierro.

De poco sirvieron las constantes permutas de la procrastinación; al contrario, descubrimos que el principal impedimento para terminar nuestros compromisos éramos nosotros mismos. Y ahí, enclaustrados como monjes, no concluimos esas novelas de trescientas páginas ni nos ejercitamos en cuerpo y alma. Muy al contrario, nos revolcamos en nuestros propios vicios, pues no había manera de sacarlos, debían estar con nosotros, entre esas cuatro paredes.

Pero somos seres cambiantes: desde que bajamos de los árboles y tras descubrir el uso del fuego no hemos hecho otra cosa que no sea adaptarnos a la situación. Así evolucionamos para que nuestras actitudes autodestructivas se transformaran: hicimos arte, escribimos, practicamos un idioma. Todo porque en ese tiempo sin tiempo, en ese encierro donde los lunes se disfrazaban de domingos, nos vimos a nosotros mismos, encontrando lo que de verdad nos movía y recapacitamos dentro de esa caverna en donde nos refugiamos para evitar el contagio. Ahora, habremos de esperar para que se rompan las cadenas y regresemos a deslumbrarnos por la luz del sol, para que al volver atrás dudemos de qué veíamos en esa vida sin vida en la cual estuvimos sumergimos hasta que llegó el 17 de marzo.

 

La carta

Leodan Morales | México

 

OZcar:

Decidí apagar por un momento la computadora. Dejar de lado el celular y escribirte usando la tinta y el papel. Estoy seguro de que cuando recibas esta carta harás aquel gesto tuyo que tanto amo y tanto extraño mientras te preguntas ¿Qué puedo contarte que no te haya contado ya por WhatsApp? Supongo que nada nuevo. Sólo te comparto mis divagaciones disfrazadas de escritura automática, las que han surgido durante esta cuarentena que se repite en un loop sin sentido y sin aparente fin.

Te advierto, querido OZcar, que no hay un hilo conductor en las oraciones que he colocado. Es probable que sea un síntoma de la locura que me produce esta “nueva normalidad”, aunado al hecho de no verte por tanto tiempo. Tantos meses sin tu presencia me hacen pensar en nuevas maneras de acercarme a ti, aunque estos modos reten a la rapidez con la que el mundo funciona. Te confieso, antes de perder la cordura en las próximas palabras, que ya odio al internet.

Estamos envueltos en la censura de la sonrisa. La comisura de los labios, junto con sus múltiples interpretaciones, se encuentran velados por el bloqueo del lenguaje. La mascarilla atrapa a las palabras y sus intenciones, las “sanitiza” antes de lanzarlas libres por el mundo. Libres, se llevan un poco de la sombra que se confina entre estas cuatro paredes.

A pesar de la expresividad de los ojos, nos hemos refugiado en el idioma de las cejas. Abrazos cristalizados, transmitidos a través de las pantallas, no llegan nunca a su destinatario. Entendimos que las personas se quedan solas.

Los sentimientos se han codificado a partir del lenguaje de las máquinas. La diversión, el consuelo y el ciclo de luto se limitan a los bordes rectangulares de las pantallas por las que nos movemos. La elasticidad de la luz ha perdido su ligereza, la hemos encerrado junto con nosotros para disfrutar un poco de sus propiedades.

Perdimos la fortaleza de las piernas. Nuestras espaldas han adquirido una nueva curvatura, síntoma de pasar horas y horas cumpliendo con las demandas de nuestra existencia virtual. ¿Será acaso que los ojos se acostumbren a no mirar al sol y la luna, y si los redescubren, les fascinarán tanto como antes de abandonarlos en su deriva por el espacio?

El sabor de los orgasmos ha cambiado. Estoy seguro que más de una persona ha pensado en la concepción humana a través de los sistemas de mensajería instantánea. Yo lo he hecho. Me mofo de mí mismo ante tales pensamientos. Un bebé virtual con la capacidad de ser reiniciado y apagado según la ocasión que lo amerite.

Me detengo ante tanta palabrería sin significado. No me justifico por lo que he colocado, pues no creo necesario hacerlo ante pensamientos tan inconexos como estos.

Me despido, querido OZcar. Quedo en espera de una respuesta tuya por este mismo medio. Admito que sería una amable locura de tu parte.

 

Atte:

Un confinado más en esta cuarentena

 

Somos un canto al espejo

Patricia Carrillo Padilla | México

 

Walt Whitman1 canta: No le pregunto al herido cómo se siente, / me convierto en el herido, y nosotros nos reflejamos en un espejo humano que nos hace cuestionarnos hasta dónde ha llegado la empatía, no sólo en un abanico de resiliencia que lo convierta en el término de moda, sino en la fuerza empática que nos emana. De mí, de ti como lector, no importa cuándo lo leas.

No faltaron las voces reclamando el encierro obligatorio, casi ficción de película hollywoodense, mientras que otros más tímidos cambiaban la noción de encierro a una de salvación, incluso privilegio, de poder permanecer en casa; si es que la supervivencia diaria no te hacía ser uno de los zombis “irresponsables” que salían a la calle en busca del sustento.

Quienes aún vivimos debemos ser sinceros: nuestra perspectiva ha cambiado a lo largo de este año y medio de pandemia. Que si no es encierro, es precaución; que si el que sale no es idiota, es trabajador; que si debimos valorar más a las personas y nuestros momentos más allá del manto de rutina en el que muchas cotidianidades se vieron envueltas. Pero hay voces silenciadas que se llevaron la reflexión, una que se nos ha legado para no repetir los errores de la historia inmediata.

Aprendimos y reaprendimos a priorizar, a valorar la vida en el más sensato sentido, a reconocer el arte y las ciencias humanas como un aliado íntegro a las ciencias biológicas. El ser humano es carne y hueso en la misma medida que lo es de mente y sentimientos. Los recuerdos, ahora, son atesorados como en la mejor novela de ciencia ficción, porque nos hemos vuelto personajes sin tener que llegar al futurismo o al apocalipsis, aunque a este casi lo olemos de frente.

Sus llagas se hacen lívidas en mi carne, mientras lo observo, apoyado en mi bastón, continúa Whitman, y nos vemos con muertos propios y ajenos, con un dolor en el mundo que rompe barreras para reflejar la misma situación en primer, tercer y cualquier mundo. Se quiebran etiquetas en el transcurso de vernos todos enfrentando al mismo enemigo: sin romantizar porque sí hay personas con más facilidades, la guadaña se ha ondeado sin discriminación. La empatía, la otredad como espejo humano, vernos en un presente que, hace algunos meses, pensábamos que sería el futuro libre y nostálgico. Pero no, aún no.

Si no me encuentras en seguida, / no te desanimes; […] Te espero, / en algún sitio estoy esperándote, concluye Whitman mientras que nosotros ­–con aprendizajes en proceso y aprehensiones fortalecidas– también ansiamos encontrar esa fuente de paz, una que, si bien cada individualidad matiza a su necesidad, se engloba en un ente colectivo que gira en torno a la empatía social, al todos para uno y uno para todos. Esperemos este año sí.

 

1 Todos los versos en cursivas corresponden a la sección XXXIII de Canto a mí mismo.

 

La cajita feliz

Olivia Márquez Gómez | México

 

En un principio supuse: Será sólo un mes. Lo vi como una oportunidad para cumplir con todo lo que he venido postergando por falta de tiempo. ¡Pobre ilusa! Pensaba: Le haré arreglos a la casa, quizá veré ese maratón de series que he venido posponiendo desde hace tiempo, dormiré hasta tarde y no estaré más en esos embotellamientos matutinos tan comunes a eso de las ocho de la mañana… Y en un santiamén han pasado catorce meses, desarrollé una extraña adicción a aislarme para no convivir, una costumbre de tener el celular en la mano y de llenar este
vacío y esta nostalgia por regresar a la normalidad con las cajas de la sonrisa que un repartidor lleva a mi puerta cada tercer día.

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  • Vida social | Pablo Manzano
  • Digamos que nos hace falta un tiempo sin tiempo | Ome Galindo
  • La carta | Leodan Morales
  • Somos un canto al espejo | Patricia Carrillo Padilla
  • La cajita feliz | Olivia Márquez Gómez

 

Vida social

Pablo Manzano | Austria

 

Extraño las clases de yoga, de zumba, de salsa, de body combat. Los encuentros con el grupo de movimiento corporal expresivo, las cenas de parejas, los intercambios de parejas, las maratones multitudinarias, los festivales de música, teatro y cine, las tertulias literarias, el coro de la iglesia, el club de swingers, las manifestaciones, las coreografías masivas/reivindicativas en la vía pública, las ceremonias de ayahuasca y temazcal, los paseos en bicicleta con cincuenta ciclistas y otras actividades de masa crítica. Echo de menos las dinámicas grupales, encontrarme con gente y gritar: “¡Treinta mil desaparecidos, presente!” Extraño las presentaciones de libros de escritores célebres, y las fiestas en la playa, una playa repleta o la sala repleta de un cine con un tío detrás comiendo chips y haciendo ruido con la bolsa y otro a mi lado que se ríe porque sí. Añoro los rituales del centro holístico, los seminarios de género, los cursos para aprender a hacer cerveza y las sesiones del grupo de terapia artística. Extraño mucho a aquellos con quienes comparto simpatías y antipatías, los encuentros vivenciales de energía femenina antipatriarcal y el fútbol semanal con hombres adultos que se siguen tomando muy en serio lo de bajar a defender. Extraño ir a un bar, a un restaurante, dispuesto a asesinar y morir asesinado por una mesa. Extraño los entrenamientos de crossfit y las sesiones de atadura erótica, extraño juntarme con los buenos para hablar mal de los malos o con los malos para mofarnos del buenismo, mientras me pregunto cuándo volveremos a reunirnos en la cooperativa de consumo agrorresponsable, autogestionado y popular. Se extraña todo tanto, hasta los suicidios en grupo extraño. Pero lo que más echo de menos, sin duda, lo que más añoro es viajar.

Actualización de estado: las partidas de póker, las ceremonias de la Logia, las tardes jugando al bike-polo, los partidos de ping pong entre nudistas, el grupo con el que salimos por el bosque para abrazar árboles...

 

Digamos que nos hace falta un tiempo sin tiempo

Ome Galindo | México

 

Siempre que mirábamos el reloj, debía hacer algo. Por ello, cuando la pandemia refrenó nuestras actividades presenciales, nos dimos un aliento de la vida profesional.

El tiempo, decía San Agustín, es medida del movimiento, y este pensamiento del siglo vi gobernaba nuestra cotidianidad. ¿Qué era de nosotros sino movernos de un lado a otro? Tomar clases en la mañana, correr al trabajo en la tarde, cenar en pareja a la noche. Leer un libro en la cama era un placer que sólo correspondía a los que no se desvelaban terminando los pendientes atrasados.

Sin embargo, de forma inesperada, un 17 de marzo de 2020 nos detuvimos y no supimos qué hacer. Esas “dos semanas” sin labores nos permitieron ponernos al día, creer que terminaríamos la tesis, calificar reportes de lectura, preparar ponencias, avanzar en la escritura. Pero poco o nada se cumplió como nos lo prometimos.

La incertidumbre nos sorprendió y ese tiempo ahorrado por no desplazarnos de un lado a otro, fue conquistado por reflexiones sobre la muerte, sobre lo frágiles que éramos, sobre cómo habríamos de superar la hecatombe de contagios. Perdimos el sueño, nos enfrascamos en el streaming, en videojuegos; todo, menos lo que buscamos concluir durante el encierro.

De poco sirvieron las constantes permutas de la procrastinación; al contrario, descubrimos que el principal impedimento para terminar nuestros compromisos éramos nosotros mismos. Y ahí, enclaustrados como monjes, no concluimos esas novelas de trescientas páginas ni nos ejercitamos en cuerpo y alma. Muy al contrario, nos revolcamos en nuestros propios vicios, pues no había manera de sacarlos, debían estar con nosotros, entre esas cuatro paredes.

Pero somos seres cambiantes: desde que bajamos de los árboles y tras descubrir el uso del fuego no hemos hecho otra cosa que no sea adaptarnos a la situación. Así evolucionamos para que nuestras actitudes autodestructivas se transformaran: hicimos arte, escribimos, practicamos un idioma. Todo porque en ese tiempo sin tiempo, en ese encierro donde los lunes se disfrazaban de domingos, nos vimos a nosotros mismos, encontrando lo que de verdad nos movía y recapacitamos dentro de esa caverna en donde nos refugiamos para evitar el contagio. Ahora, habremos de esperar para que se rompan las cadenas y regresemos a deslumbrarnos por la luz del sol, para que al volver atrás dudemos de qué veíamos en esa vida sin vida en la cual estuvimos sumergimos hasta que llegó el 17 de marzo.

 

La carta

Leodan Morales | México

 

OZcar:

Decidí apagar por un momento la computadora. Dejar de lado el celular y escribirte usando la tinta y el papel. Estoy seguro de que cuando recibas esta carta harás aquel gesto tuyo que tanto amo y tanto extraño mientras te preguntas ¿Qué puedo contarte que no te haya contado ya por WhatsApp? Supongo que nada nuevo. Sólo te comparto mis divagaciones disfrazadas de escritura automática, las que han surgido durante esta cuarentena que se repite en un loop sin sentido y sin aparente fin.

Te advierto, querido OZcar, que no hay un hilo conductor en las oraciones que he colocado. Es probable que sea un síntoma de la locura que me produce esta “nueva normalidad”, aunado al hecho de no verte por tanto tiempo. Tantos meses sin tu presencia me hacen pensar en nuevas maneras de acercarme a ti, aunque estos modos reten a la rapidez con la que el mundo funciona. Te confieso, antes de perder la cordura en las próximas palabras, que ya odio al internet.

Estamos envueltos en la censura de la sonrisa. La comisura de los labios, junto con sus múltiples interpretaciones, se encuentran velados por el bloqueo del lenguaje. La mascarilla atrapa a las palabras y sus intenciones, las “sanitiza” antes de lanzarlas libres por el mundo. Libres, se llevan un poco de la sombra que se confina entre estas cuatro paredes.

A pesar de la expresividad de los ojos, nos hemos refugiado en el idioma de las cejas. Abrazos cristalizados, transmitidos a través de las pantallas, no llegan nunca a su destinatario. Entendimos que las personas se quedan solas.

Los sentimientos se han codificado a partir del lenguaje de las máquinas. La diversión, el consuelo y el ciclo de luto se limitan a los bordes rectangulares de las pantallas por las que nos movemos. La elasticidad de la luz ha perdido su ligereza, la hemos encerrado junto con nosotros para disfrutar un poco de sus propiedades.

Perdimos la fortaleza de las piernas. Nuestras espaldas han adquirido una nueva curvatura, síntoma de pasar horas y horas cumpliendo con las demandas de nuestra existencia virtual. ¿Será acaso que los ojos se acostumbren a no mirar al sol y la luna, y si los redescubren, les fascinarán tanto como antes de abandonarlos en su deriva por el espacio?

El sabor de los orgasmos ha cambiado. Estoy seguro que más de una persona ha pensado en la concepción humana a través de los sistemas de mensajería instantánea. Yo lo he hecho. Me mofo de mí mismo ante tales pensamientos. Un bebé virtual con la capacidad de ser reiniciado y apagado según la ocasión que lo amerite.

Me detengo ante tanta palabrería sin significado. No me justifico por lo que he colocado, pues no creo necesario hacerlo ante pensamientos tan inconexos como estos.

Me despido, querido OZcar. Quedo en espera de una respuesta tuya por este mismo medio. Admito que sería una amable locura de tu parte.

 

Atte:

Un confinado más en esta cuarentena

 

Somos un canto al espejo

Patricia Carrillo Padilla | México

 

Walt Whitman1 canta: No le pregunto al herido cómo se siente, / me convierto en el herido, y nosotros nos reflejamos en un espejo humano que nos hace cuestionarnos hasta dónde ha llegado la empatía, no sólo en un abanico de resiliencia que lo convierta en el término de moda, sino en la fuerza empática que nos emana. De mí, de ti como lector, no importa cuándo lo leas.

No faltaron las voces reclamando el encierro obligatorio, casi ficción de película hollywoodense, mientras que otros más tímidos cambiaban la noción de encierro a una de salvación, incluso privilegio, de poder permanecer en casa; si es que la supervivencia diaria no te hacía ser uno de los zombis “irresponsables” que salían a la calle en busca del sustento.

Quienes aún vivimos debemos ser sinceros: nuestra perspectiva ha cambiado a lo largo de este año y medio de pandemia. Que si no es encierro, es precaución; que si el que sale no es idiota, es trabajador; que si debimos valorar más a las personas y nuestros momentos más allá del manto de rutina en el que muchas cotidianidades se vieron envueltas. Pero hay voces silenciadas que se llevaron la reflexión, una que se nos ha legado para no repetir los errores de la historia inmediata.

Aprendimos y reaprendimos a priorizar, a valorar la vida en el más sensato sentido, a reconocer el arte y las ciencias humanas como un aliado íntegro a las ciencias biológicas. El ser humano es carne y hueso en la misma medida que lo es de mente y sentimientos. Los recuerdos, ahora, son atesorados como en la mejor novela de ciencia ficción, porque nos hemos vuelto personajes sin tener que llegar al futurismo o al apocalipsis, aunque a este casi lo olemos de frente.

Sus llagas se hacen lívidas en mi carne, mientras lo observo, apoyado en mi bastón, continúa Whitman, y nos vemos con muertos propios y ajenos, con un dolor en el mundo que rompe barreras para reflejar la misma situación en primer, tercer y cualquier mundo. Se quiebran etiquetas en el transcurso de vernos todos enfrentando al mismo enemigo: sin romantizar porque sí hay personas con más facilidades, la guadaña se ha ondeado sin discriminación. La empatía, la otredad como espejo humano, vernos en un presente que, hace algunos meses, pensábamos que sería el futuro libre y nostálgico. Pero no, aún no.

Si no me encuentras en seguida, / no te desanimes; […] Te espero, / en algún sitio estoy esperándote, concluye Whitman mientras que nosotros ­–con aprendizajes en proceso y aprehensiones fortalecidas– también ansiamos encontrar esa fuente de paz, una que, si bien cada individualidad matiza a su necesidad, se engloba en un ente colectivo que gira en torno a la empatía social, al todos para uno y uno para todos. Esperemos este año sí.

 

1 Todos los versos en cursivas corresponden a la sección XXXIII de Canto a mí mismo.

 

La cajita feliz

Olivia Márquez Gómez | México

 

En un principio supuse: Será sólo un mes. Lo vi como una oportunidad para cumplir con todo lo que he venido postergando por falta de tiempo. ¡Pobre ilusa! Pensaba: Le haré arreglos a la casa, quizá veré ese maratón de series que he venido posponiendo desde hace tiempo, dormiré hasta tarde y no estaré más en esos embotellamientos matutinos tan comunes a eso de las ocho de la mañana… Y en un santiamén han pasado catorce meses, desarrollé una extraña adicción a aislarme para no convivir, una costumbre de tener el celular en la mano y de llenar este
vacío y esta nostalgia por regresar a la normalidad con las cajas de la sonrisa que un repartidor lleva a mi puerta cada tercer día.