#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 2

#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 2

11 Junio 2021
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  • A la distancia: Las ventanas | Lizzie Castro
  • Adentro y afuera | Alberto Rojas Pineda
  • Alas cortas | Karen Sofía Franco Cisneros
  • Angustias | El Ermitaño
  • De la gente, las personas y la excepción | Vicente Bernaschina Schürmann

 

A la distancia: Las ventanas

Lizzie Castro | México

 

Miro a través de ellas ahora que estoy recluida, son mi único contacto con el exterior y he comenzado a quererlas. Las ventanas me recuerdan que existe algo más que mis pensamientos. El acecho del afuera es constante, me provoca nostalgia, en especial cuando escucho el gorjeo de las golondrinas que viven en la cornisa de una de las ventanas, o al ver a los gorriones revolotear en la fachada de mi casa. No es que extrañe andar a las carreras, no, ni abordo de un camión urbano, corriendo de un lado a otro en esta ciudad alterada, fingiendo que eso es la vida, pensando que si me fuera prohibido salir a la calle me moriría de aburrimiento.

A la distancia de los días, cuando la normativa no era esto que ahora vivimos, veo claramente, detrás de las ventanas, que no necesito ni eso, ni lo otro, ni lo que hoy se estructura como nuestro cotidiano. Y no es que ahora vaya a ser buena persona, ni mucho menos, seguiré pidiendo bolsas de plástico en la tiendita y tirándolas con un solo uso. Lo que me complace –extrañamente– es sentir cómo la humanidad se ha unificado; nos hemos convertido en una masa amorfa, con la boca cubierta y sometida a los dictados ­–mucho más cínicos– de las autoridades. Es una circunstancia compartida, vivimos la misma incertidumbre: esta vez no sólo pasa allá, lejos, donde no conozco a nadie, no hay esa satisfacción. Es sentir que no sólo estoy dentro de cuatro paredes, sino bajo un microscopio todo el tiempo.

¿Acaso no te sientes tú también así?

 

Adentro y afuera

Alberto Rojas Pineda | México

 

Para algunos psicoanalistas, la génesis primera de problemas como la claustrofobia o la agorafobia radica en los agujeros y los bordes; ambas fobias parten de lo mismo. Según ellos, los límites entre los que uno es, y lo que es el mundo exterior, es de suma importancia para el desarrollo de la psique. Son muy relevantes aquellos pasajes que permiten la entrada y salida de las cosas del cuerpo. Cuando se le tiene miedo al espacio exterior, ya sea porque es muy pequeño o demasiado abierto, se tiene, muy en el fondo, una angustia a perder la correcta simbiosis entre lo interno y lo externo; a que no existan agujeros, es decir, la posibilidad de moverse de un lado a otro.

Los bordes, los límites, el adentro y el afuera… no es realmente una cuestión del espacio que nos rodea. No es cuestión de si el espacio es tan grande y todo está lleno de peligros, de si nadie nos escucha en la inmensidad o en una enorme contingencia de gente, donde perdemos la voz. No es cuestión de si las paredes se cierran, si el espacio se hace más y más pequeño y no hay hacia donde correr. Se trata del interior. Se trata de las sombras y las bestias que han habitado y habitan dentro y que encuentran la manera de hacerse presentes a través de esa falta de límites en la psique, que aprovechan las situaciones desfavorables del exterior para devorar la calma y sembrar la muerte.

La psique sabe, aún siendo muy joven, que son necesarios los espacios vacíos, los agujeros, para existir. De no ser así, no existe una boca por la que pase la comida. No existe un espacio para escabullirse entre las demandas paternas.
No existen salidas al laberinto que son las angustias, los miedos y las tristezas. No hay opciones. Solo estar quieto, esperando la muerte. No se puede ni nacer si no hay un espacio por donde se pueda pasar, ya sea natural o hecho artificialmente, atravesando la carne con un bisturí.

No sólo estamos encerrados en nuestras casas, de pronto todos estamos atrapados en nuestras vidas, en el mundo, en el tiempo. Se nos han quitado las opciones, las posibilidades, somos piezas de ajedrez atrapadas, sin ningún cuadro disponible a donde movernos. No hay espacios vacíos que llenar. Y eso revive en nosotros una vieja y pesada angustia. Un pesar indescriptible. Parte de nosotros, que puede que no hable con nuestro lenguaje cotidiano, teme morir ante la falta de espacios hacia donde moverse.

Sin embargo, hay que recordar que las salidas no han desaparecido, sólo se han hecho más pequeñas. Se han reducido a una pantalla donde vemos a los otros, a ver el mundo desde adentro. Y para recuperar nuestras vidas habrá que hacernos paso, dolorosa y pacientemente a través de ellas, para movernos, respirar y ver de nuevo la salida de este encierro. Así como el nacer mismo, es difícil, pero encontraremos la forma.

 

Alas cortas

Karen Sofía Franco Cisneros | México

 

Textear: “¿Quieres ir por un café?” y vacilar antes de enviar el mensaje.

Las mariposas en el estómago no son las mismas que hace un año. Antes, tenían las alas largas; ahora, las tienen cortas. Alas largas de mantener libre la esperanza, donde el peor escenario era una respuesta monosilábica: “No”. Ahora, las alas son cortas, igual que las expectativas recortadas por la incertidumbre, pues intervienen una sarta de factores: “¿las condiciones sanitarias lo permiten?”, “¿saldrá de casa?”, “¿lo considerará una imprudencia?”, “¿habrá enfermado o algo peor?” Tener la certeza de que no ha pasado mucho desde la última vez que hablaron, pero uno nunca sabe. Ese sería el peor de los escenarios actuales.

Al mismo tiempo, tener la sensación de no poder esperar más, de echar en falta su presencia con todo lo que la hace real y no virtual: un festín para los sentidos. Escuchar su voz sin interferencias, mirar su cara sin filtros, oler el café mezclado con su aroma personal como muestra de que no es una ilusión, comer rico y sin prisas al lado del ser querido, sentir la piel erizarse al tenerle otra vez cerca… ¿Un abrazo ya sería mucho pedir? Al fin y al cabo, es lo que hace sentir vivo al ser humano. ¡Qué ansiado reencuentro!

¿Quién diría que a la generación de la transparencia en redes le afectaría tanto el distanciamiento social? La segunda vida que se afanaban en proyectar a través del panóptico digital, ahora es la única que tienen, porque todo gira y existe en torno y gracias a la pantalla.

¿Quién diría que los antiguos apáticos del contacto, “porque ahora es más práctico todo y basta con enviar un whatsapp”, extrañarían la cercanía del trato en persona? La paradoja de los celulares de Bauman en todo su esplendor: ayudan a mantener el contacto a la distancia y ayudan a mantener la distancia entre los conectados.

Qué irónica la vida por hacerles echar de menos lo que antes creían tener asegurado: el hombro del amigo, el roce de la mano amada, el abrazo que jamás podrá volver a ser saludo sin antes ser percibido como amenaza. Caminar al
aire libre, sentir la brisa sin un cubrebocas de por medio, experimentar el mundo exterior como reflejo del propio interno. Gozos verdaderos según Sabato, que alimentaban el alma y ahora han subido de plusvalía al ser considerados un privilegio.

Guardar la esperanza de que, algún día, “la nueva normalidad” vuelva a ser la que antaño disfrutaban. Mientras eso ocurre, no olvidarse de vivir el momento, así con sus restricciones, así con los cuidados, así con todo lo que aún puede causar deleite, antes de que el miedo les arrebate eso también.

Cruzar los dedos y presionar “enviar”.

Crecerán las alas.

 

Angustias

El Ermitaño | Colombia

 

En épocas de angustia y miedo, es bueno escribir sobre los acontecimientos que se manifiestan en la cotidianidad, pero es difícil hacerlo cuando la angustia domina los espacios y la muerte se asoma a nuestra casa.

Sería válido dejar escapar las ideas que nos consumen en mitad de las noches de insomnio, describir esos heraldos negros que acompañan el camino del dolor, la soledad y la angustia; relatar los hechos menudos de cenas miserables en mitad de una cuarentena sin sueldo, sin amor, sin Dios y sin amigos.

Nuestra vida es un dolor inmenso, aunque parezcan pequeñeces en comparación con las nostalgias del ayer.

En esta pandemia, para muchos es fácil sobre todo decodificar las ansias de ser otros, y así entender el miedo a vivir entre idilios ya muertos o esquivar la alegría entre la ausencia y la soledad. Sin embargo, sería preciso decir que nadie le agrada ver las calles vacías, ni muertos en las aceras, ni la economía colapsada. Pero la realidad es otra. En las calles hay ruidos turbios que se arrastran hasta los lugares sacros y mundanos. Mientras el sonido de los billetes forrados en terciopelo intenta consolar a quien por influencia de un mortal virus se volvió corrupto de profesión.

En este tiempo de adversidades se han intentado producir cambios que no son suficientes. Durante estas últimas semanas todo parece volver a los caminos de la guerra y la muerte. Es muy probable que la corrupción se adueñe de todo.

Hoy el ruido de las cosas que mueren lentamente en la alacena me desesperan al punto de gritar al silencio por una
muerte rápida y sin la presión del aire escaseando en mis pulmones. Mi desespero aumenta al observar a mi vieja morirse lentamente sentada en el balcón mirando al infinito. Desde marzo la empecé a ver un poco triste pero hoy que han pasado tres meses, su tristeza se adueñó de su sonrisa y de sus rezos.

Su angustia acrecentaba al ritmo de la voz de los noticieros. Ellos y su falsa percepción de seguridad condicionaron su vida. Creo que ese fue uno de los motivos que recrudecieron su cefalea y la llevaron a dormir durante el día y deambular por la casa en horas de la noche. Cuando me atrevía a cuestionar sus comportamientos con mucho aplomó decía que en la noche las sombras escondían su dolor y los espíritus se llevaban su ira.

Cada vez que hablaba el presidente, mi madre reía como loca y susurraba que lo hacía como excusa para pagar favores a sus amos políticos. Hoy muchos años después todos saben que fue el gobierno y los políticos quienes nos sumieron en la angustia y pobreza.

 

De la gente, las personas y la excepción

Vicente Bernaschina Schürmann | Alemania

 

Tras los primeros días de la pandemia, mi amiga Grizel escribió una crónica por encargo, tomándole el pulso a la situación global desde las calles de Berlín. Eran las semanas en que los bares y restaurantes se vieron obligados a cerrar, en las que de pronto el papel higiénico y otros insumos básicos brillaban por su ausencia en los supermercados. Por esos días no había claridad, no había estrategia, no había cansancio. Todo era nuevo y lentamente crecía la desconfianza en la masa, en el abandono político o administrativo, en ese río revuelto que nos atemoriza a los peces pequeños.

A pesar de los tintes negativos, su mensaje era esperanzador. Todavía recuerdo la emoción en el pecho cuando leí sus conclusiones: gracias al encierro y a la solidaridad, cuando pasen las semanas, vamos a recordar lo que habíamos olvidado, que las relaciones personales se cultivan, que el vecino tiene nombre, que el prójimo sufre y también sabe compartir, que “el mundo no está lleno de gente, sino de personas”.

Su crónica me marcó, sin duda, porque desde entonces no he dejado de buscar a las personas, en la calle, en el parque de juegos, en las piscinas públicas, en las filas de los centros de vacunación. Al principio creí descubrirlas en las sonrisas ocultas detrás de las mascarillas, detrás de los mostradores de plexiglás o de las ventanillas cerradas. Nos comunicábamos con señas, hacíamos turnos para circular por pasillos o callejuelas estrechas: todo para mantener
la prudente distancia.

Ha pasado un año y veo que ya casi no queda nada de esos gestos iniciales. Azuzados por el desconcierto político y el tráfico de influencias, se han apoderado de la calle el cansancio, la desconfianza y el dedo amonestador. Cuando pienso en las personas que yo creía ver, en la solidaridad, en el respeto, en esa búsqueda de reconocer en el otro a mí mismo, veo hoy que la excepción se ha clausurado y que si bien seguimos portando mascarillas y manteniendo distancias respetables, la indiferencia en la vida ajena ha vuelto ser el pan de cada día.

Novalis declaraba en uno de sus famosos fragmentos: “buscamos por todas partes al absoluto, pero encontramos sólo cosas”.

Eso es un aprendizaje: así como H. G. Gadamer insistía en que el prejuicio es un camino imprescindible para el conocimiento, así también, puedo agregar, lo son las esperanzas y la buena voluntad. La diferencia está en que para la segunda forma del conocer hay que tener ovarios grandes y fuertes, porque el saber no viene con sorpresa sino infinita desilusión.

Espero reencontrarme con las personas cuando pase la pandemia. Todavía no me resigno a creer que nunca estuvieron ahí.

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  • Adentro y afuera | Alberto Rojas Pineda
  • Alas cortas | Karen Sofía Franco Cisneros
  • Angustias | El Ermitaño
  • De la gente, las personas y la excepción | Vicente Bernaschina Schürmann

 

A la distancia: Las ventanas

Lizzie Castro | México

 

Miro a través de ellas ahora que estoy recluida, son mi único contacto con el exterior y he comenzado a quererlas. Las ventanas me recuerdan que existe algo más que mis pensamientos. El acecho del afuera es constante, me provoca nostalgia, en especial cuando escucho el gorjeo de las golondrinas que viven en la cornisa de una de las ventanas, o al ver a los gorriones revolotear en la fachada de mi casa. No es que extrañe andar a las carreras, no, ni abordo de un camión urbano, corriendo de un lado a otro en esta ciudad alterada, fingiendo que eso es la vida, pensando que si me fuera prohibido salir a la calle me moriría de aburrimiento.

A la distancia de los días, cuando la normativa no era esto que ahora vivimos, veo claramente, detrás de las ventanas, que no necesito ni eso, ni lo otro, ni lo que hoy se estructura como nuestro cotidiano. Y no es que ahora vaya a ser buena persona, ni mucho menos, seguiré pidiendo bolsas de plástico en la tiendita y tirándolas con un solo uso. Lo que me complace –extrañamente– es sentir cómo la humanidad se ha unificado; nos hemos convertido en una masa amorfa, con la boca cubierta y sometida a los dictados ­–mucho más cínicos– de las autoridades. Es una circunstancia compartida, vivimos la misma incertidumbre: esta vez no sólo pasa allá, lejos, donde no conozco a nadie, no hay esa satisfacción. Es sentir que no sólo estoy dentro de cuatro paredes, sino bajo un microscopio todo el tiempo.

¿Acaso no te sientes tú también así?

 

Adentro y afuera

Alberto Rojas Pineda | México

 

Para algunos psicoanalistas, la génesis primera de problemas como la claustrofobia o la agorafobia radica en los agujeros y los bordes; ambas fobias parten de lo mismo. Según ellos, los límites entre los que uno es, y lo que es el mundo exterior, es de suma importancia para el desarrollo de la psique. Son muy relevantes aquellos pasajes que permiten la entrada y salida de las cosas del cuerpo. Cuando se le tiene miedo al espacio exterior, ya sea porque es muy pequeño o demasiado abierto, se tiene, muy en el fondo, una angustia a perder la correcta simbiosis entre lo interno y lo externo; a que no existan agujeros, es decir, la posibilidad de moverse de un lado a otro.

Los bordes, los límites, el adentro y el afuera… no es realmente una cuestión del espacio que nos rodea. No es cuestión de si el espacio es tan grande y todo está lleno de peligros, de si nadie nos escucha en la inmensidad o en una enorme contingencia de gente, donde perdemos la voz. No es cuestión de si las paredes se cierran, si el espacio se hace más y más pequeño y no hay hacia donde correr. Se trata del interior. Se trata de las sombras y las bestias que han habitado y habitan dentro y que encuentran la manera de hacerse presentes a través de esa falta de límites en la psique, que aprovechan las situaciones desfavorables del exterior para devorar la calma y sembrar la muerte.

La psique sabe, aún siendo muy joven, que son necesarios los espacios vacíos, los agujeros, para existir. De no ser así, no existe una boca por la que pase la comida. No existe un espacio para escabullirse entre las demandas paternas.
No existen salidas al laberinto que son las angustias, los miedos y las tristezas. No hay opciones. Solo estar quieto, esperando la muerte. No se puede ni nacer si no hay un espacio por donde se pueda pasar, ya sea natural o hecho artificialmente, atravesando la carne con un bisturí.

No sólo estamos encerrados en nuestras casas, de pronto todos estamos atrapados en nuestras vidas, en el mundo, en el tiempo. Se nos han quitado las opciones, las posibilidades, somos piezas de ajedrez atrapadas, sin ningún cuadro disponible a donde movernos. No hay espacios vacíos que llenar. Y eso revive en nosotros una vieja y pesada angustia. Un pesar indescriptible. Parte de nosotros, que puede que no hable con nuestro lenguaje cotidiano, teme morir ante la falta de espacios hacia donde moverse.

Sin embargo, hay que recordar que las salidas no han desaparecido, sólo se han hecho más pequeñas. Se han reducido a una pantalla donde vemos a los otros, a ver el mundo desde adentro. Y para recuperar nuestras vidas habrá que hacernos paso, dolorosa y pacientemente a través de ellas, para movernos, respirar y ver de nuevo la salida de este encierro. Así como el nacer mismo, es difícil, pero encontraremos la forma.

 

Alas cortas

Karen Sofía Franco Cisneros | México

 

Textear: “¿Quieres ir por un café?” y vacilar antes de enviar el mensaje.

Las mariposas en el estómago no son las mismas que hace un año. Antes, tenían las alas largas; ahora, las tienen cortas. Alas largas de mantener libre la esperanza, donde el peor escenario era una respuesta monosilábica: “No”. Ahora, las alas son cortas, igual que las expectativas recortadas por la incertidumbre, pues intervienen una sarta de factores: “¿las condiciones sanitarias lo permiten?”, “¿saldrá de casa?”, “¿lo considerará una imprudencia?”, “¿habrá enfermado o algo peor?” Tener la certeza de que no ha pasado mucho desde la última vez que hablaron, pero uno nunca sabe. Ese sería el peor de los escenarios actuales.

Al mismo tiempo, tener la sensación de no poder esperar más, de echar en falta su presencia con todo lo que la hace real y no virtual: un festín para los sentidos. Escuchar su voz sin interferencias, mirar su cara sin filtros, oler el café mezclado con su aroma personal como muestra de que no es una ilusión, comer rico y sin prisas al lado del ser querido, sentir la piel erizarse al tenerle otra vez cerca… ¿Un abrazo ya sería mucho pedir? Al fin y al cabo, es lo que hace sentir vivo al ser humano. ¡Qué ansiado reencuentro!

¿Quién diría que a la generación de la transparencia en redes le afectaría tanto el distanciamiento social? La segunda vida que se afanaban en proyectar a través del panóptico digital, ahora es la única que tienen, porque todo gira y existe en torno y gracias a la pantalla.

¿Quién diría que los antiguos apáticos del contacto, “porque ahora es más práctico todo y basta con enviar un whatsapp”, extrañarían la cercanía del trato en persona? La paradoja de los celulares de Bauman en todo su esplendor: ayudan a mantener el contacto a la distancia y ayudan a mantener la distancia entre los conectados.

Qué irónica la vida por hacerles echar de menos lo que antes creían tener asegurado: el hombro del amigo, el roce de la mano amada, el abrazo que jamás podrá volver a ser saludo sin antes ser percibido como amenaza. Caminar al
aire libre, sentir la brisa sin un cubrebocas de por medio, experimentar el mundo exterior como reflejo del propio interno. Gozos verdaderos según Sabato, que alimentaban el alma y ahora han subido de plusvalía al ser considerados un privilegio.

Guardar la esperanza de que, algún día, “la nueva normalidad” vuelva a ser la que antaño disfrutaban. Mientras eso ocurre, no olvidarse de vivir el momento, así con sus restricciones, así con los cuidados, así con todo lo que aún puede causar deleite, antes de que el miedo les arrebate eso también.

Cruzar los dedos y presionar “enviar”.

Crecerán las alas.

 

Angustias

El Ermitaño | Colombia

 

En épocas de angustia y miedo, es bueno escribir sobre los acontecimientos que se manifiestan en la cotidianidad, pero es difícil hacerlo cuando la angustia domina los espacios y la muerte se asoma a nuestra casa.

Sería válido dejar escapar las ideas que nos consumen en mitad de las noches de insomnio, describir esos heraldos negros que acompañan el camino del dolor, la soledad y la angustia; relatar los hechos menudos de cenas miserables en mitad de una cuarentena sin sueldo, sin amor, sin Dios y sin amigos.

Nuestra vida es un dolor inmenso, aunque parezcan pequeñeces en comparación con las nostalgias del ayer.

En esta pandemia, para muchos es fácil sobre todo decodificar las ansias de ser otros, y así entender el miedo a vivir entre idilios ya muertos o esquivar la alegría entre la ausencia y la soledad. Sin embargo, sería preciso decir que nadie le agrada ver las calles vacías, ni muertos en las aceras, ni la economía colapsada. Pero la realidad es otra. En las calles hay ruidos turbios que se arrastran hasta los lugares sacros y mundanos. Mientras el sonido de los billetes forrados en terciopelo intenta consolar a quien por influencia de un mortal virus se volvió corrupto de profesión.

En este tiempo de adversidades se han intentado producir cambios que no son suficientes. Durante estas últimas semanas todo parece volver a los caminos de la guerra y la muerte. Es muy probable que la corrupción se adueñe de todo.

Hoy el ruido de las cosas que mueren lentamente en la alacena me desesperan al punto de gritar al silencio por una
muerte rápida y sin la presión del aire escaseando en mis pulmones. Mi desespero aumenta al observar a mi vieja morirse lentamente sentada en el balcón mirando al infinito. Desde marzo la empecé a ver un poco triste pero hoy que han pasado tres meses, su tristeza se adueñó de su sonrisa y de sus rezos.

Su angustia acrecentaba al ritmo de la voz de los noticieros. Ellos y su falsa percepción de seguridad condicionaron su vida. Creo que ese fue uno de los motivos que recrudecieron su cefalea y la llevaron a dormir durante el día y deambular por la casa en horas de la noche. Cuando me atrevía a cuestionar sus comportamientos con mucho aplomó decía que en la noche las sombras escondían su dolor y los espíritus se llevaban su ira.

Cada vez que hablaba el presidente, mi madre reía como loca y susurraba que lo hacía como excusa para pagar favores a sus amos políticos. Hoy muchos años después todos saben que fue el gobierno y los políticos quienes nos sumieron en la angustia y pobreza.

 

De la gente, las personas y la excepción

Vicente Bernaschina Schürmann | Alemania

 

Tras los primeros días de la pandemia, mi amiga Grizel escribió una crónica por encargo, tomándole el pulso a la situación global desde las calles de Berlín. Eran las semanas en que los bares y restaurantes se vieron obligados a cerrar, en las que de pronto el papel higiénico y otros insumos básicos brillaban por su ausencia en los supermercados. Por esos días no había claridad, no había estrategia, no había cansancio. Todo era nuevo y lentamente crecía la desconfianza en la masa, en el abandono político o administrativo, en ese río revuelto que nos atemoriza a los peces pequeños.

A pesar de los tintes negativos, su mensaje era esperanzador. Todavía recuerdo la emoción en el pecho cuando leí sus conclusiones: gracias al encierro y a la solidaridad, cuando pasen las semanas, vamos a recordar lo que habíamos olvidado, que las relaciones personales se cultivan, que el vecino tiene nombre, que el prójimo sufre y también sabe compartir, que “el mundo no está lleno de gente, sino de personas”.

Su crónica me marcó, sin duda, porque desde entonces no he dejado de buscar a las personas, en la calle, en el parque de juegos, en las piscinas públicas, en las filas de los centros de vacunación. Al principio creí descubrirlas en las sonrisas ocultas detrás de las mascarillas, detrás de los mostradores de plexiglás o de las ventanillas cerradas. Nos comunicábamos con señas, hacíamos turnos para circular por pasillos o callejuelas estrechas: todo para mantener
la prudente distancia.

Ha pasado un año y veo que ya casi no queda nada de esos gestos iniciales. Azuzados por el desconcierto político y el tráfico de influencias, se han apoderado de la calle el cansancio, la desconfianza y el dedo amonestador. Cuando pienso en las personas que yo creía ver, en la solidaridad, en el respeto, en esa búsqueda de reconocer en el otro a mí mismo, veo hoy que la excepción se ha clausurado y que si bien seguimos portando mascarillas y manteniendo distancias respetables, la indiferencia en la vida ajena ha vuelto ser el pan de cada día.

Novalis declaraba en uno de sus famosos fragmentos: “buscamos por todas partes al absoluto, pero encontramos sólo cosas”.

Eso es un aprendizaje: así como H. G. Gadamer insistía en que el prejuicio es un camino imprescindible para el conocimiento, así también, puedo agregar, lo son las esperanzas y la buena voluntad. La diferencia está en que para la segunda forma del conocer hay que tener ovarios grandes y fuertes, porque el saber no viene con sorpresa sino infinita desilusión.

Espero reencontrarme con las personas cuando pase la pandemia. Todavía no me resigno a creer que nunca estuvieron ahí.