#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 17

#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 17

19 Julio 2021
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  • Oportunidad | Ana María Ibarra Estrada
  • Tu dolor | ManeSchz
  • Dos caras de una misma moneda | Erika Miaja
  • Restablecer conexión | Fabiola Lizette
  • Canción de las mil y una voces | Guillermo Garmendia Barrera

 

Oportunidad

Ana María Ibarra Estrada | México

 

Las puertas se abren poco a poco. Fueron meses desoladores, pero alcanzamos a percibir los hilos de luz y esperanza que entraron por los resquicios del corazón. Vimos la vida como maniquís detrás del aparador. Hoy volvemos a salir, temerosos aún, como niños pequeños dando los primeros pasos en la vida después de 456 días en gestación.

Los primeros quince días fueron de temores, de llamadas lastimosas con una sola petición: “cuídense mucho”; la frase antes de colgar y desde el corazón: “te quiero”, “los quiero”.

Al final quedarse en casa con un llanto silencioso, encerrada en la habitación, mirando a lo lejos por la ventana, queriendo traer a todos los seres queridos y abrazarlos como nunca lo he hecho.

Noventa días sirvieron para serenar las emociones, disipar los temores y tomar conciencia de que el encierro iba para largo. Comencé a disfrutar el estar en casa, a laborar desde el hogar al cien por ciento. Logré aceptar incluso el descanso que años atrás me faltó. Mi vida, antes de la pandemia, era un ir y venir, correr por la ciudad entre el tráfico, con el reloj en mi contra, siendo empleada, madre, hija, amiga que no se detenía ni para tomarse un respiro. Esos primeros meses sin salir, atendiendo todo frente a una pantalla o desde el celular me permitieron tomar unos minutos para mirarme al espejo y preguntarme en secreto sobre mis sueños. Seguían ahí, ocultos bajo las obligaciones diarias. Descubrí en la virtualidad no sólo mi herramienta de trabajo, sino también la posibilidad de iniciar todo aquello que había postergado para cumplir con roles inmediatos.

Talleres de poesía y narrativa me dieron seguridad y despertaron la inspiración que impaciente me esperaba para emerger. Las puertas estaban cerradas pero las ventanas se abrían a nuevos paisajes. Ya no eran momentos de desolación, la lluvia no golpeaba los cristales con ira, ahora su sonido era suave y armonioso. El encierro se volvió una oportunidad para trascender. Las pantallas no fueron más esclavizantes, se transformaron en aliadas para liberar palabras ocultas y para convivencias a distancia. Esa parte aún dolía, mas lo disfruté al saber que cada clan seguía a salvo.

Aprendí a sanar. La lectura y la escritura fueron mi conducto para liberar los miedos, para consolar y consolarme, para conocer personas que, de otra manera, no hubiera conocido.

El virus no se fue, miles murieron y aún siguen muriendo. Algunos cercanos y otros que no lo son han padecido por esta enfermedad. Elevo una plegaria por cada uno de ellos y escribo en honor a su memoria, como me gustaría que otros escribieran en memoria mía.

Hoy sigo aquí. Aprendí a valorar la vida, la mía y la de los otros. Hoy soy capaz de tomar retos, de nombrar las palabras que antes asfixié en mi garganta. Busco la enseñanza de cada suceso.

 

Tu dolor

ManeSchz | México

 

Es difícil entender cómo algo catastrófico para la humanidad puede ser tu segunda oportunidad de vivir. Es difícil entender cómo el humano común se ha adaptado tanto a lo cotidiano que ya no hay espacio para la duda, lo sensible, el amor, la paz, y sólo queda el sentido de la subsistencia.

Antes de la pandemia, yo era uno de esos humanos; estaba convencido de que la vida iba mucho más rápida que mis planes, despertaba cada mañana preguntándome si lo que estaba haciendo serviría de algo en un futuro mientras veía a mi madre alistándose para su doble turno. Salía recién duchado al frío de las 5 am para llegar a odiar todos los eventos del día y sentir compasión por mí a cada segundo. No le veía fin a todo lo desagradable que sentía.

En eso, y como en una película cualquiera donde el clímax se ha alcanzado y ahora tiene que aparecer la calma, llegó la pandemia. Los rumores se esparcían, era poco creíble hasta que fue una realidad y dije adiós a mis colegas sin saber que sería el último adiós. En ese momento no extrañé a nadie, pues era temprano para el sentimentalismo, pero más tarde y pasado un año tampoco añoré en lo absoluto. Me di cuenta de que sólo sufro la lejanía de dos personas, la mía y la de mi abuelo fallecido que se ha convertido en Dios.

Puede sonar atroz lo que diré a continuación, pero la pandemia, dentro de toda su capacidad destructiva, para mí fue hermosa, y es que hasta la más horrible de las especies merece que se le encuentre su encanto. No siento compasión por aquellos que han sufrido, su dolor no me pertenece ya que su felicidad tampoco lo ha hecho. Podrían decirme egoísta si antepongo mi bien por encima del de miles de personas, pero ninguna sociedad se preocupa por el individuo sin obtener nada a cambio.

Mis continuos fracasos me sentenciaron a pensar que era menos que los demás, veía tanto potencial y yo estaba rezagado. La libertad de la que gozo ─encierro para muchos─ me permitió forjar carácter, darme el valor necesario y entender que puedo superarlo todo. Conseguí una beca que hace posible mi paz mental, aprendí a amar a mi madre, comprendí las inquietudes y los miedos de mi hermana de trece años y viví la intensidad del amor por una chica. ¿Lo ven? Todo se trata sobre personas, pero al menos en el inicio, lo material siempre se interpone a lo inmaterial.

Mi futuro se trata sobre todo lo que Emmanuel no pudo ser de joven, voy a cumplir su sueño de inscribirse a clases de cocina, aprender a tocar el piano, estar en un equipo de natación, aprender programación y todas esas cosas que la ruina de la cotidianidad no me permitía establecer como sueños.

Tendré trabajo y obligaciones, sí, pero ese no es mi fin. Después de todo, la vida ya es demasiado rápida como para querer vivirla a prisa.

 

Dos caras de una misma moneda

Erika Miaja | México

 

Estoy sola ante la pantalla tomando mis últimas clases en línea, siempre me ha dado pena hablar y estar a un lado de un compañero o compañera, afortunadamente en este tiempo no ha estado alguien a mi lado, ni adelante ni atrás, siempre tuve mi cámara apagada. El timbre que avisaba del recreo no sonó más, antes me dolía la panza sólo de escucharlo.

Prefiero no ir a la escuela, qué miedo salir y estar de frente a mis compañeros, verlos a los ojos y descifrar si me aceptan o no, si van a querer estar conmigo o no. He estado encerrada entre paredes que me alejan y alejan de los demás pero que a la vez me acercan, se han vuelto mi escondite, mi guarida, un espacio para desdoblarme e imaginar, crear.

Una vez más escucho sus gritos, anda loca desde que no sale de su casa, de repente canta, brinca, otras veces se asoma por la ventana y escupe desesperación e impotencia; antes del encierro salía muy temprano y regresaba hasta la noche con ropa deportiva. Nunca ha sido mi amiga pero nos saludábamos de vez en cuando. ¡Ahí está otra vez esa voz gruesa y violenta!, es de su papá; pelean mucho desde hace meses, parecen perros y gatos, no se soportan y aun así tienen que estar juntos; justo, justo eso ha hecho explotar la bomba que fue enterrada desde hace tiempo en la tierra de su psiquismo. He querido buscarla y hablar con ella, pero me da miedo que se burle de mí, mejor así; sigo en mi departamento, refugio mío.

¡He vuelto a la vida! Eso sentí al ver a Israel hace unos días, pude sostener la mirada en una videollamada que tuvimos, cuando le dije cómo me sentía. “Tengo miedo de que me rechacen” nunca antes lo había dicho, lo escuché de mi boca y sentí que no era yo, ¿qué? ¿cómo? ¿quién? ¡qué extraña me sentí! La pantalla sostiene mis miedos cuajados con la inseguridad que he tenido siempre de estar con los otros, pero también la razón de querer estar con alguien más, por eso puedo hacerlo con mayor libertad. Sé que mis amigos me escucharán cuando algún día los vea frente a frente, pero los demás ¿qué harán?, ¿qué haré yo ante los demás?

Ayer la maestra de alemán nos preguntó cuáles frutos obtuvimos de esta pandemia y Gerardo pudo decir claramente que aprendió a escucharse, comentó que antes se dejaba influenciar mucho por sus amigos pero ahora podía rescatar sus propios pensamientos. Algo similar me ha pasado a mí y hoy lo que taladra mi cabeza es pensar en qué pasará cuando regresemos a clases, me da terror imaginarlo, ¿podré continuar escuchándome o me diluiré entre los demás?

 

Restablecer conexión

Fabiola Lizette | México

 

28 de abril, 2020

Ayer salí. No había ido más allá de la tienda de la esquina desde que todo esto comenzó. El viernes 13 de marzo, con acertada superstición, anunciaron la suspensión de clases presenciales en la universidad. El profesor hablaba de crear un plan alternativo para trabajar a la distancia cuando alguien comenzó a leer en voz alta el comunicado, como una sentencia: “Se suspenden clases presenciales a partir del 17 de marzo”. Los murmullos de todos se cruzaban. No había nadie que no hablara al respecto en los pasillos e incluso en la biblioteca. Yo no supe qué pensar, pero acerté al renunciar a intentarlo. Mi extrañamiento y desconfianza crecían. Después de eso no volví al ajetreo de las calles. El tiempo se siente diferente. Aún tengo esperanza de que esto termine mañana, cuando amanezca.

Pero ayer salí, y las calles estaban repletas de autos, como cuando en vacaciones todos intentan salir de la ciudad. Es muy extraño ver a todos en sus propios mundos silenciados, y me sorprendo a mí misma buscando quien no cubra su voz. Que nadie se me acerque demasiado. La cortesía ahora es mayor entre menos te relaciones con alguien. A la vez, busco con la mirada alguien que me haga sentir que es un viaje en auto como cualquier otro.

Ayer salí y fui bienvenida oficialmente a la nueva normalidad (cuyo nombre implica ya hasta un fracaso semántico), esta inédita y globalizada versión de caminar expuesto a toda clase de violencia y muerte. Todos somos espías ahora. Buscamos para someter a quienes más tardan en someterse. Represento una amenaza. Somos cifras y cuerpos que deben hacerse su espacio en la tierra, pero ¿algún día volveré a tocar gente y cosas sin miedo?, ¿los demás querrán hacerlo? El virus es un pretexto. La violencia es exigida a favor de la salud. Necesitamos rechazar a los demás en nombre de nuestra protección. Temerle al contacto con los demás: los otros significan peligro. Exposición.

El derrumbe de nuestra desapercibida y ya inalcanzable normalidad nos dejó paralizados. Todo está en una pausa interminable. Cada vez que suena mi teléfono pierdo a alguien más, en la muerte o en la distancia. Se ha cerrado el mundo. La vida artificial se volvió la única vida posible, ¿celulares o respiradores?

La única ventana a mi exterior es la pantalla de mi computadora. Observo cómo me escupe mi reflejo. Un helicóptero rompe el cielo. El estruendo hace zumbar las ventanas. Las hélices apenas opacan el mensaje: salir de casa es dejar tu cuerpo en manos de quien no tiene rostro.

 

Canción de las mil y una voces

Guillermo Garmendia Barrera | México

 

Si la enseñanza de la igualdad siglo XXI es la certidumbre del virus gratuito, el que adiestra para hacer filas para cualquier motivo y distanciarnos tras el enmascaramiento común, caminamos entonces entre nuevas normas para contactarnos. Quién estornuda junto a mí es el misterio colectivo, y si la medida profiláctica es la rutina de moda poco importa: que nadie diga de ese oxigeno no beberé. Y me encontré en la conjetura diaria, en la democracia de entenderme una vez más, uno más.

Logramos lo imposible: distanciarnos ajenos todos, unidos como nunca. Lo precario dosificó la solidaridad y nos halló sin advertencia de nacionalidad o parentesco. Como sombras apenas pudimos intuir que los que faltarían a la mesa son los mismos que nosotros; los que permanecemos ruleteamos a la rusa.  Cuídate y salúdame de lejos son la nueva promesa de volvernos a ver.

Todos escribanos del devenir, el screen touch nos ha relatado y programó en apartarnos y ser mutuos allá donde no presentes síntomas: en la cercanía los toros se miran mejor desde la vacuna. Con la propuesta y la incertidumbre de experimentar el encierro, pasamos de guardarnos hacia navegar con que el vecino no deshaga el acuerdo cuando ecuánimes pusimos un pie fuera.  Recordemos que la música que oyes es la que escucho, que bebemos de la misma fuente y que nos calienta el mismo suelo.

Con paciencia vimos multiplicarse las filas de calles con los letreros de se renta y nos miramos entre nosotros, calculadores de las pérdidas. Si el saludo de manos ya es frágil lo ventajoso toma su lugar, Maquiavelo y farmacéuticas dixit. Que si sube el número de conflictos, la ambulancia como fondo, entonces hay que arreglar la dirección de quienes fuimos los que nos encerramos. Que si decimos falta poco y todo saldrá bien, es la expresión de las generaciones contenidas en cada uno.

Y quién más puede decir adiós al miedo sino nosotros, los que planeamos y aguardamos, unos conscientes tras la pantalla, visitantes digitales, los que pueden, y otros los que debieron plantar cara a la defensa del salario diario en la tierra de siempre, con el deseo y la asiduidad de sentirnos vivos.

Es que salimos a la misma intemperie que construimos, a la que pertenecen los mañanas, a la que nos entregamos para decirnos a coro que seguimos aquí.

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  • Oportunidad | Ana María Ibarra Estrada
  • Tu dolor | ManeSchz
  • Dos caras de una misma moneda | Erika Miaja
  • Restablecer conexión | Fabiola Lizette
  • Canción de las mil y una voces | Guillermo Garmendia Barrera

 

Oportunidad

Ana María Ibarra Estrada | México

 

Las puertas se abren poco a poco. Fueron meses desoladores, pero alcanzamos a percibir los hilos de luz y esperanza que entraron por los resquicios del corazón. Vimos la vida como maniquís detrás del aparador. Hoy volvemos a salir, temerosos aún, como niños pequeños dando los primeros pasos en la vida después de 456 días en gestación.

Los primeros quince días fueron de temores, de llamadas lastimosas con una sola petición: “cuídense mucho”; la frase antes de colgar y desde el corazón: “te quiero”, “los quiero”.

Al final quedarse en casa con un llanto silencioso, encerrada en la habitación, mirando a lo lejos por la ventana, queriendo traer a todos los seres queridos y abrazarlos como nunca lo he hecho.

Noventa días sirvieron para serenar las emociones, disipar los temores y tomar conciencia de que el encierro iba para largo. Comencé a disfrutar el estar en casa, a laborar desde el hogar al cien por ciento. Logré aceptar incluso el descanso que años atrás me faltó. Mi vida, antes de la pandemia, era un ir y venir, correr por la ciudad entre el tráfico, con el reloj en mi contra, siendo empleada, madre, hija, amiga que no se detenía ni para tomarse un respiro. Esos primeros meses sin salir, atendiendo todo frente a una pantalla o desde el celular me permitieron tomar unos minutos para mirarme al espejo y preguntarme en secreto sobre mis sueños. Seguían ahí, ocultos bajo las obligaciones diarias. Descubrí en la virtualidad no sólo mi herramienta de trabajo, sino también la posibilidad de iniciar todo aquello que había postergado para cumplir con roles inmediatos.

Talleres de poesía y narrativa me dieron seguridad y despertaron la inspiración que impaciente me esperaba para emerger. Las puertas estaban cerradas pero las ventanas se abrían a nuevos paisajes. Ya no eran momentos de desolación, la lluvia no golpeaba los cristales con ira, ahora su sonido era suave y armonioso. El encierro se volvió una oportunidad para trascender. Las pantallas no fueron más esclavizantes, se transformaron en aliadas para liberar palabras ocultas y para convivencias a distancia. Esa parte aún dolía, mas lo disfruté al saber que cada clan seguía a salvo.

Aprendí a sanar. La lectura y la escritura fueron mi conducto para liberar los miedos, para consolar y consolarme, para conocer personas que, de otra manera, no hubiera conocido.

El virus no se fue, miles murieron y aún siguen muriendo. Algunos cercanos y otros que no lo son han padecido por esta enfermedad. Elevo una plegaria por cada uno de ellos y escribo en honor a su memoria, como me gustaría que otros escribieran en memoria mía.

Hoy sigo aquí. Aprendí a valorar la vida, la mía y la de los otros. Hoy soy capaz de tomar retos, de nombrar las palabras que antes asfixié en mi garganta. Busco la enseñanza de cada suceso.

 

Tu dolor

ManeSchz | México

 

Es difícil entender cómo algo catastrófico para la humanidad puede ser tu segunda oportunidad de vivir. Es difícil entender cómo el humano común se ha adaptado tanto a lo cotidiano que ya no hay espacio para la duda, lo sensible, el amor, la paz, y sólo queda el sentido de la subsistencia.

Antes de la pandemia, yo era uno de esos humanos; estaba convencido de que la vida iba mucho más rápida que mis planes, despertaba cada mañana preguntándome si lo que estaba haciendo serviría de algo en un futuro mientras veía a mi madre alistándose para su doble turno. Salía recién duchado al frío de las 5 am para llegar a odiar todos los eventos del día y sentir compasión por mí a cada segundo. No le veía fin a todo lo desagradable que sentía.

En eso, y como en una película cualquiera donde el clímax se ha alcanzado y ahora tiene que aparecer la calma, llegó la pandemia. Los rumores se esparcían, era poco creíble hasta que fue una realidad y dije adiós a mis colegas sin saber que sería el último adiós. En ese momento no extrañé a nadie, pues era temprano para el sentimentalismo, pero más tarde y pasado un año tampoco añoré en lo absoluto. Me di cuenta de que sólo sufro la lejanía de dos personas, la mía y la de mi abuelo fallecido que se ha convertido en Dios.

Puede sonar atroz lo que diré a continuación, pero la pandemia, dentro de toda su capacidad destructiva, para mí fue hermosa, y es que hasta la más horrible de las especies merece que se le encuentre su encanto. No siento compasión por aquellos que han sufrido, su dolor no me pertenece ya que su felicidad tampoco lo ha hecho. Podrían decirme egoísta si antepongo mi bien por encima del de miles de personas, pero ninguna sociedad se preocupa por el individuo sin obtener nada a cambio.

Mis continuos fracasos me sentenciaron a pensar que era menos que los demás, veía tanto potencial y yo estaba rezagado. La libertad de la que gozo ─encierro para muchos─ me permitió forjar carácter, darme el valor necesario y entender que puedo superarlo todo. Conseguí una beca que hace posible mi paz mental, aprendí a amar a mi madre, comprendí las inquietudes y los miedos de mi hermana de trece años y viví la intensidad del amor por una chica. ¿Lo ven? Todo se trata sobre personas, pero al menos en el inicio, lo material siempre se interpone a lo inmaterial.

Mi futuro se trata sobre todo lo que Emmanuel no pudo ser de joven, voy a cumplir su sueño de inscribirse a clases de cocina, aprender a tocar el piano, estar en un equipo de natación, aprender programación y todas esas cosas que la ruina de la cotidianidad no me permitía establecer como sueños.

Tendré trabajo y obligaciones, sí, pero ese no es mi fin. Después de todo, la vida ya es demasiado rápida como para querer vivirla a prisa.

 

Dos caras de una misma moneda

Erika Miaja | México

 

Estoy sola ante la pantalla tomando mis últimas clases en línea, siempre me ha dado pena hablar y estar a un lado de un compañero o compañera, afortunadamente en este tiempo no ha estado alguien a mi lado, ni adelante ni atrás, siempre tuve mi cámara apagada. El timbre que avisaba del recreo no sonó más, antes me dolía la panza sólo de escucharlo.

Prefiero no ir a la escuela, qué miedo salir y estar de frente a mis compañeros, verlos a los ojos y descifrar si me aceptan o no, si van a querer estar conmigo o no. He estado encerrada entre paredes que me alejan y alejan de los demás pero que a la vez me acercan, se han vuelto mi escondite, mi guarida, un espacio para desdoblarme e imaginar, crear.

Una vez más escucho sus gritos, anda loca desde que no sale de su casa, de repente canta, brinca, otras veces se asoma por la ventana y escupe desesperación e impotencia; antes del encierro salía muy temprano y regresaba hasta la noche con ropa deportiva. Nunca ha sido mi amiga pero nos saludábamos de vez en cuando. ¡Ahí está otra vez esa voz gruesa y violenta!, es de su papá; pelean mucho desde hace meses, parecen perros y gatos, no se soportan y aun así tienen que estar juntos; justo, justo eso ha hecho explotar la bomba que fue enterrada desde hace tiempo en la tierra de su psiquismo. He querido buscarla y hablar con ella, pero me da miedo que se burle de mí, mejor así; sigo en mi departamento, refugio mío.

¡He vuelto a la vida! Eso sentí al ver a Israel hace unos días, pude sostener la mirada en una videollamada que tuvimos, cuando le dije cómo me sentía. “Tengo miedo de que me rechacen” nunca antes lo había dicho, lo escuché de mi boca y sentí que no era yo, ¿qué? ¿cómo? ¿quién? ¡qué extraña me sentí! La pantalla sostiene mis miedos cuajados con la inseguridad que he tenido siempre de estar con los otros, pero también la razón de querer estar con alguien más, por eso puedo hacerlo con mayor libertad. Sé que mis amigos me escucharán cuando algún día los vea frente a frente, pero los demás ¿qué harán?, ¿qué haré yo ante los demás?

Ayer la maestra de alemán nos preguntó cuáles frutos obtuvimos de esta pandemia y Gerardo pudo decir claramente que aprendió a escucharse, comentó que antes se dejaba influenciar mucho por sus amigos pero ahora podía rescatar sus propios pensamientos. Algo similar me ha pasado a mí y hoy lo que taladra mi cabeza es pensar en qué pasará cuando regresemos a clases, me da terror imaginarlo, ¿podré continuar escuchándome o me diluiré entre los demás?

 

Restablecer conexión

Fabiola Lizette | México

 

28 de abril, 2020

Ayer salí. No había ido más allá de la tienda de la esquina desde que todo esto comenzó. El viernes 13 de marzo, con acertada superstición, anunciaron la suspensión de clases presenciales en la universidad. El profesor hablaba de crear un plan alternativo para trabajar a la distancia cuando alguien comenzó a leer en voz alta el comunicado, como una sentencia: “Se suspenden clases presenciales a partir del 17 de marzo”. Los murmullos de todos se cruzaban. No había nadie que no hablara al respecto en los pasillos e incluso en la biblioteca. Yo no supe qué pensar, pero acerté al renunciar a intentarlo. Mi extrañamiento y desconfianza crecían. Después de eso no volví al ajetreo de las calles. El tiempo se siente diferente. Aún tengo esperanza de que esto termine mañana, cuando amanezca.

Pero ayer salí, y las calles estaban repletas de autos, como cuando en vacaciones todos intentan salir de la ciudad. Es muy extraño ver a todos en sus propios mundos silenciados, y me sorprendo a mí misma buscando quien no cubra su voz. Que nadie se me acerque demasiado. La cortesía ahora es mayor entre menos te relaciones con alguien. A la vez, busco con la mirada alguien que me haga sentir que es un viaje en auto como cualquier otro.

Ayer salí y fui bienvenida oficialmente a la nueva normalidad (cuyo nombre implica ya hasta un fracaso semántico), esta inédita y globalizada versión de caminar expuesto a toda clase de violencia y muerte. Todos somos espías ahora. Buscamos para someter a quienes más tardan en someterse. Represento una amenaza. Somos cifras y cuerpos que deben hacerse su espacio en la tierra, pero ¿algún día volveré a tocar gente y cosas sin miedo?, ¿los demás querrán hacerlo? El virus es un pretexto. La violencia es exigida a favor de la salud. Necesitamos rechazar a los demás en nombre de nuestra protección. Temerle al contacto con los demás: los otros significan peligro. Exposición.

El derrumbe de nuestra desapercibida y ya inalcanzable normalidad nos dejó paralizados. Todo está en una pausa interminable. Cada vez que suena mi teléfono pierdo a alguien más, en la muerte o en la distancia. Se ha cerrado el mundo. La vida artificial se volvió la única vida posible, ¿celulares o respiradores?

La única ventana a mi exterior es la pantalla de mi computadora. Observo cómo me escupe mi reflejo. Un helicóptero rompe el cielo. El estruendo hace zumbar las ventanas. Las hélices apenas opacan el mensaje: salir de casa es dejar tu cuerpo en manos de quien no tiene rostro.

 

Canción de las mil y una voces

Guillermo Garmendia Barrera | México

 

Si la enseñanza de la igualdad siglo XXI es la certidumbre del virus gratuito, el que adiestra para hacer filas para cualquier motivo y distanciarnos tras el enmascaramiento común, caminamos entonces entre nuevas normas para contactarnos. Quién estornuda junto a mí es el misterio colectivo, y si la medida profiláctica es la rutina de moda poco importa: que nadie diga de ese oxigeno no beberé. Y me encontré en la conjetura diaria, en la democracia de entenderme una vez más, uno más.

Logramos lo imposible: distanciarnos ajenos todos, unidos como nunca. Lo precario dosificó la solidaridad y nos halló sin advertencia de nacionalidad o parentesco. Como sombras apenas pudimos intuir que los que faltarían a la mesa son los mismos que nosotros; los que permanecemos ruleteamos a la rusa.  Cuídate y salúdame de lejos son la nueva promesa de volvernos a ver.

Todos escribanos del devenir, el screen touch nos ha relatado y programó en apartarnos y ser mutuos allá donde no presentes síntomas: en la cercanía los toros se miran mejor desde la vacuna. Con la propuesta y la incertidumbre de experimentar el encierro, pasamos de guardarnos hacia navegar con que el vecino no deshaga el acuerdo cuando ecuánimes pusimos un pie fuera.  Recordemos que la música que oyes es la que escucho, que bebemos de la misma fuente y que nos calienta el mismo suelo.

Con paciencia vimos multiplicarse las filas de calles con los letreros de se renta y nos miramos entre nosotros, calculadores de las pérdidas. Si el saludo de manos ya es frágil lo ventajoso toma su lugar, Maquiavelo y farmacéuticas dixit. Que si sube el número de conflictos, la ambulancia como fondo, entonces hay que arreglar la dirección de quienes fuimos los que nos encerramos. Que si decimos falta poco y todo saldrá bien, es la expresión de las generaciones contenidas en cada uno.

Y quién más puede decir adiós al miedo sino nosotros, los que planeamos y aguardamos, unos conscientes tras la pantalla, visitantes digitales, los que pueden, y otros los que debieron plantar cara a la defensa del salario diario en la tierra de siempre, con el deseo y la asiduidad de sentirnos vivos.

Es que salimos a la misma intemperie que construimos, a la que pertenecen los mañanas, a la que nos entregamos para decirnos a coro que seguimos aquí.