I
Necesito cantar por mis lágrimas estancadas, recoger el hielo y aventarlo hacia el cenit: que se queme antes del moreteado atardecer, que me bese la serpiente con veneno, que toque la campana del abismo que yace en su garganta con mi luz.
Quien quiera me puede reducir a parpadeos: soy lo que veo porque no dejo de quedar sin moverme. Cuando salgo de mis lagrimales las rodillas se rompen y el aire me toca la cara. Cuando escapo de mi lecho, el suelo me encuentra, taladra mi azotea desde cada dedo, dedo maqueta de la desesperación. Solidez sin colores.
Me convertí en bombilla en tres partes.
II
Ahora soy el cristal roto de una transparencia encerrada. El agua que me rodea no tiene más que letras. Estoy atada a una concha cristalina con luminosidad que quema. Hace más de dos veranos fui sujeta a depender de un sistema eléctrico que me seda aceleradamente. No hay más vértigo que un cubículo desde el que no se puede hacer nada por el mundo.
III
Cargo un pequeño caracol, todos lo hacemos. No hay banca, hay fotos viejas. No hay más parques, hay motores de búsqueda por imagen. No hay más viajes en bicicleta, hay GPS con Street View. No hay reuniones sociales, hay podcasts. La soledad se disuelve en entumecimiento cuando ellos asoman sus voces a través del envés de este molusco.
IV
A mis seres, los escucho sin verlos: recibo lo que quiero desde mí. El tiempo se escapó por la ventana en forma de ave. No encontraba el aire y se sostuvo por una cadena. Entonces llegó el aislamiento. Las piñas eran suelos flotantes, habitaciones compartidas entre dos destinos. Las patas le chocaban con el vacío y las alas se llenaban de entumecimiento. Así se sentía la libertad.
Trepó por las paredes de un santuario sólido y seguro, pero sus plumas buscaban hojas esparcidas, entes suplicantes que llamaban desde el exterior. Detrás de él se extendía un condominio de fábricas de tiempo, que lo había visto nacer. Bastó un leve choque contra el suelo para descubrir lo metálico de su organismo. Un golpe, entonces, le permitió asomarse a la dureza de su sangre blanda: aceite derramado por el olvido artrítico.
Si una manecilla había tejido su cadena genética, destino y bitácora, era entonces el momento de buscar ruecas nuevas. Aunque sus diminutas ventanas le llamaban desde la distancia, el abrazo ajeno y sin embargo enteramente merecido del abrigo natural lo llamó con susurros cardíacos. Al levantar el pico vio entre el lejano punto de horizonte un iluminado zaguán, boca del espejo sin reflejo donde podía finalmente respirar. Finalmente, abandonó las cadenas metálicas para consagrarse al entramado de filamentos magnéticos, promesa de la incertidumbre segura.
Si la pregunta es ¿qué he aprendido a raíz de un colapso mundial?, mi respuesta sería que aprendí sobre lo que realmente es la libertad. Sonará irónico para muchos, pero perder la normalidad caótica en la que vivíamos antes de ver al mundo sucumbir ante una enfermedad me enseñó lo desapegados que estábamos de la realidad, entendí que nuestra normalidad no era más que una vida por inercia…
La raza humana a través de los años ha buscado crear, innovar, evolucionar y generar tecnologías que nos han sometido a una idealización de lo que debería ser la expectativa del éxito social, personal, familiar… Y quizás, antes de esta pandemia no habíamos notado lo opacada que estaba nuestra vida a raíz de la globalización de pensamientos, existíamos sólo para convertirnos en seres automatizados, mas no para vivir.
Pero entonces, llegó un virus, una estructura, una partícula de código genético, un “algo” que la ciencia considera “sin vida propia” que infectó al mundo entero de tragedia, devastación y cientos de perdidas humanas así como económicas. Sin embargo, esta “estructura” nos hizo volver a sembrarnos en tierra y recordar que somos humanos, que somos mortales y finitos, que nuestra mera existencia está mediada por un principio y un final; despertó emociones, sentimientos y, lo más importante, la unión de las masas. Muchas de las cosas creadas hasta nuestro siglo parecían tener nula importancia, ¿para que servían los carros si no existía destino seguro? Los miles de centros de entretenimiento por sí solos se volvieron mortales para el ser humano, nuestra avaricia por producir se convirtió en el arma más letal y la tempestad nos hizo hincar, frenar nuestras vidas, observar y analizar todo lo que nuestra anterior normalidad nos estaba haciendo perder. Una estructura sin vida nos devolvió la vida, volvimos a estar presentes no sólo en nuestra vida, sino en la de todas personas que habitan este globo.
El covid-19, como muchos lo conocen, también contagió al mundo entero de libertad, empatía, solidaridad y respeto… nos volvió de mente y cuerpo tan humanos como lo somos y como habíamos olvidado que éramos. Dicen que el ser humano aprende de los errores y espero que esta no sea la excepción, pues considero que no habría tragedia más grande que retroceder a un pasado donde nuestra normalidad estaba mediada por la ficción. Conocer la historia ahora sólo nos debe servir para avanzar y seguir evolucionando desde la libertad que la tormenta nos dejó, como los seres razonables y vulnerables que ahora entendemos que somos.
La libertad después de la tragedia se resume a las riquezas intangibles e invaluables que desenterramos desde el centro de nuestra estancia en el planeta Tierra, y fue gracias a ese tesoro que caímos en cuenta que tenemos la capacidad de sentir y existir para vivir y no para encajar en un constructo social, ahora entendemos que somos seres individuales que –cuentan– en un pasado cercano encadenaron su vida a la celeridad de ser.
Para la cultura occidental, el fin del mundo es un tema recurrente. Registros datan que Rómulo había sido augurado de la destrucción de su recién nacido imperio, junto con toda la humanidad, tan sólo doce años después de su fundación. Los cálculos fallaron y desde entonces las posibles fechas de la caída del mundo no han dejado de circular.
Después del 2012 todas las demás predicciones fueron risibles. Nadie esperaba que el mundo se nos vendría encima en 2020.
Como muchos, crecí rodeado de obras cyberpunk o distópicas. Ver a un héroe anónimo recorrer la sociedad en ruinas por algún desastre o por el exceso de la misma siempre es emocionante. Muchos soñamos con vagar por el mundo, escopeta en mano, en compañía de un perro. Quién diría que en estas fechas nuestra mejor defensa sería una tela tricapa cubriéndonos medio rostro.
Desde que se dio aviso de esta nueva normalidad los días se escapan como para ser contados con los manos y la vida es tan contradictoria como el oxímoron dicho.
El contacto humano reducido a través de pantallas, ponernos capas de plástico y tela sobre la cara antes de salir, las calles, en un principio, deshabitadas y el miedo a respirar el aire fuera de casa. De todas las distopías posibles, la que nos tocó fue la de Doce monos.
De toda esta normalidad nueva, lo realmente nuevo fue el distanciamiento. Aprender a establecer relaciones con aquellos que nos eran cercanos fue todo un reto. El autocuidado y el cuidado de los cercanos y queridos recayó en la distancia de unos con otros, en el resentimiento colectivo y mutuo. Cuántas veces no sentimos los síntomas como un espejismo o un presagio funesto y vimos con recelo a nuestros cercanos.
Lo que no cambió fue la dinámica de los otros, de aquellos que en las sociedades cyberpunk siguen gobernando. A un año de la pandemia, la riqueza de esos pocos se multiplicó mientras el grueso más vulnerable disminuía. Qué reconfortantes los mensajes de apoyo desde los típicos sets de fondo blanco. Qué reconfortantes las maneras en las que nos mostraban cómo hacer frente al virus desde el encierro. Qué reconfortante ver a las mismas empresas que ellos dirigían o les patrocinan continuando con la misma rutina que obliga a las personas a pie seguir exponiéndose ante la incertidumbre de un virus al cual todavía hay que terminar de conocerle los apellidos, mientras estos los satanizan por no guardar el confinamiento en casa.
De este oxímoron, lo único nuevo fue tratar de hacer frente, cuidarnos y mantener la unidad ante un ambiente que aboga por nuestra dispersión. Porque aquellas dinámicas siguieron siendo las mismas, nos siguieron fragmentando, ellos continuaron engrosando sus bolsillos, su hegemonía y las bases para desatar la verdadera distopía cyberpunk.
Después de crecer viendo este tipo de materiales, puedo decir que recorrer el mundo caído armado de una escopeta al lado de un perro no será una película, sino un documental.
La mirilla se volvió un puente donde veo el exterior de forma segura. Dentro de casa habita la asepsia, me empeño cada día en que así permanezca.
Inhalo y percibo olores, es buena señal. Exhalo una tensa calma.
La mirilla ojo de vidrio posee ciento treinta grados de visión clara. Muestra la banqueta, el árbol; bueno, sólo el tronco, un pequeño jardín y un cesto de alambre para depositar la basura. Hay que tener distancia para aquello que no veo, pero han dicho que existe.
Inhalo vapor de cloro. Exhalo tranquilidad.
La mirilla ojo mágico enfoca una silueta que se hace presente a la una de la tarde. Es un cuerpo delgado revestido de capas; hollín y tela se vuelven uno. Pies ennegrecidos por el asfalto. Cabello en lajas que no mueve el viento. No usa mascarilla. La angustia escama mi garganta.
Inhalo de mis manos el alcohol en gel al noventa por ciento. Exhalo sensación de seguridad.
La mirilla ojo de pez curiosa se sumerge en los movimientos exteriores. Ahí está, es una persona que busca. Sus manos hurgan en el cesto. Encuentra una lata, dos botellas de plástico. Separa. Husmea en otra bolsa. Descubre una manzana y una pera a media vida. Elige y muerde. Sigue hasta que termina la fruta. El residuo asemeja un trompo, lo pone a girar sobre el gris de la banqueta, al final de su cabriola cae sobre la tierra del jardín. Su brazo se extiende para reunir las pertenencias. La silueta se aparta del ángulo de visión. El virus no acecha su cabeza, yo no gozo de ese anonimato.
Inhalo asepsia. Exhalo nostalgia de exterior.
No respiraba, como si ardiera un chile en los pulmones, como esa historia en que los mexicas castigaban a las personas en cuartos pequeños. Nada, hasta ahora, se había convertido en algo tan complicado y difícil como respirar.
Cuando nacemos damos ese primer hálito que nos conecta con la vida; la necesidad de oxígeno se parece mucho al hambre, un hueco que no se llena.
En la cama del hospital recordaba a mi tía Herminia; deliraba imaginando sus sabrosos chilacayotes cristalizados de azúcar, Dame un poco de oxígeno tía, como se da una estrella, y alíviame de la muerte.
Llegaban personas y se iban como si fueran huéspedes de un día, quiero imaginar que se fueron con su familia a la playa o a un lugar favorito; quiero imaginar eso y no angustiarme de espanto. En la cama del hospital los enfermos nos convertimos en niños, estaba en el campo otra vez recostada mirando las estrellas.
Cómo arde respirar.
La voz de mi tía diciendo que ya mero acabamos de recoger la troje, que ya mero íbamos a descansar.
En qué noche declararé mi funeral, qué cama se llamará milagro, qué sueños dejaré en la intemperie; como al alma, el cuerpo es una cáscara con prólogo para otra vida porque la carne suele ser una tumba que espera, alguien ya me dio el pésame, me dio un dulce agrio sabor a analgésico y abrió mi boca para meter una serpiente. Podía respirar un poco mejor, en la espera escojo el idioma que hablaré a mi tía, será redondo como el de una nuez, como el árbol de su jardín y escucharé todo lo que me quiera decir; al fin y al cabo, la noche es una maleta con una lengua que devora.
Veía pasar luciérnagas, enfermeras de medianoche se levantaban para cambiar el suero en cada estación de la existencia, en el itinerario de las medicinas un alquimista del orden.
De pronto pude inhalar profundo, respirar se convierte en un acto silencioso y sagrado, salvajemente vivo; cuando respiro el mundo respira, una flor respira, un insecto respira y me doy cuenta de que somos una misma forma.
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I
Necesito cantar por mis lágrimas estancadas, recoger el hielo y aventarlo hacia el cenit: que se queme antes del moreteado atardecer, que me bese la serpiente con veneno, que toque la campana del abismo que yace en su garganta con mi luz.
Quien quiera me puede reducir a parpadeos: soy lo que veo porque no dejo de quedar sin moverme. Cuando salgo de mis lagrimales las rodillas se rompen y el aire me toca la cara. Cuando escapo de mi lecho, el suelo me encuentra, taladra mi azotea desde cada dedo, dedo maqueta de la desesperación. Solidez sin colores.
Me convertí en bombilla en tres partes.
II
Ahora soy el cristal roto de una transparencia encerrada. El agua que me rodea no tiene más que letras. Estoy atada a una concha cristalina con luminosidad que quema. Hace más de dos veranos fui sujeta a depender de un sistema eléctrico que me seda aceleradamente. No hay más vértigo que un cubículo desde el que no se puede hacer nada por el mundo.
III
Cargo un pequeño caracol, todos lo hacemos. No hay banca, hay fotos viejas. No hay más parques, hay motores de búsqueda por imagen. No hay más viajes en bicicleta, hay GPS con Street View. No hay reuniones sociales, hay podcasts. La soledad se disuelve en entumecimiento cuando ellos asoman sus voces a través del envés de este molusco.
IV
A mis seres, los escucho sin verlos: recibo lo que quiero desde mí. El tiempo se escapó por la ventana en forma de ave. No encontraba el aire y se sostuvo por una cadena. Entonces llegó el aislamiento. Las piñas eran suelos flotantes, habitaciones compartidas entre dos destinos. Las patas le chocaban con el vacío y las alas se llenaban de entumecimiento. Así se sentía la libertad.
Trepó por las paredes de un santuario sólido y seguro, pero sus plumas buscaban hojas esparcidas, entes suplicantes que llamaban desde el exterior. Detrás de él se extendía un condominio de fábricas de tiempo, que lo había visto nacer. Bastó un leve choque contra el suelo para descubrir lo metálico de su organismo. Un golpe, entonces, le permitió asomarse a la dureza de su sangre blanda: aceite derramado por el olvido artrítico.
Si una manecilla había tejido su cadena genética, destino y bitácora, era entonces el momento de buscar ruecas nuevas. Aunque sus diminutas ventanas le llamaban desde la distancia, el abrazo ajeno y sin embargo enteramente merecido del abrigo natural lo llamó con susurros cardíacos. Al levantar el pico vio entre el lejano punto de horizonte un iluminado zaguán, boca del espejo sin reflejo donde podía finalmente respirar. Finalmente, abandonó las cadenas metálicas para consagrarse al entramado de filamentos magnéticos, promesa de la incertidumbre segura.
Si la pregunta es ¿qué he aprendido a raíz de un colapso mundial?, mi respuesta sería que aprendí sobre lo que realmente es la libertad. Sonará irónico para muchos, pero perder la normalidad caótica en la que vivíamos antes de ver al mundo sucumbir ante una enfermedad me enseñó lo desapegados que estábamos de la realidad, entendí que nuestra normalidad no era más que una vida por inercia…
La raza humana a través de los años ha buscado crear, innovar, evolucionar y generar tecnologías que nos han sometido a una idealización de lo que debería ser la expectativa del éxito social, personal, familiar… Y quizás, antes de esta pandemia no habíamos notado lo opacada que estaba nuestra vida a raíz de la globalización de pensamientos, existíamos sólo para convertirnos en seres automatizados, mas no para vivir.
Pero entonces, llegó un virus, una estructura, una partícula de código genético, un “algo” que la ciencia considera “sin vida propia” que infectó al mundo entero de tragedia, devastación y cientos de perdidas humanas así como económicas. Sin embargo, esta “estructura” nos hizo volver a sembrarnos en tierra y recordar que somos humanos, que somos mortales y finitos, que nuestra mera existencia está mediada por un principio y un final; despertó emociones, sentimientos y, lo más importante, la unión de las masas. Muchas de las cosas creadas hasta nuestro siglo parecían tener nula importancia, ¿para que servían los carros si no existía destino seguro? Los miles de centros de entretenimiento por sí solos se volvieron mortales para el ser humano, nuestra avaricia por producir se convirtió en el arma más letal y la tempestad nos hizo hincar, frenar nuestras vidas, observar y analizar todo lo que nuestra anterior normalidad nos estaba haciendo perder. Una estructura sin vida nos devolvió la vida, volvimos a estar presentes no sólo en nuestra vida, sino en la de todas personas que habitan este globo.
El covid-19, como muchos lo conocen, también contagió al mundo entero de libertad, empatía, solidaridad y respeto… nos volvió de mente y cuerpo tan humanos como lo somos y como habíamos olvidado que éramos. Dicen que el ser humano aprende de los errores y espero que esta no sea la excepción, pues considero que no habría tragedia más grande que retroceder a un pasado donde nuestra normalidad estaba mediada por la ficción. Conocer la historia ahora sólo nos debe servir para avanzar y seguir evolucionando desde la libertad que la tormenta nos dejó, como los seres razonables y vulnerables que ahora entendemos que somos.
La libertad después de la tragedia se resume a las riquezas intangibles e invaluables que desenterramos desde el centro de nuestra estancia en el planeta Tierra, y fue gracias a ese tesoro que caímos en cuenta que tenemos la capacidad de sentir y existir para vivir y no para encajar en un constructo social, ahora entendemos que somos seres individuales que –cuentan– en un pasado cercano encadenaron su vida a la celeridad de ser.
Para la cultura occidental, el fin del mundo es un tema recurrente. Registros datan que Rómulo había sido augurado de la destrucción de su recién nacido imperio, junto con toda la humanidad, tan sólo doce años después de su fundación. Los cálculos fallaron y desde entonces las posibles fechas de la caída del mundo no han dejado de circular.
Después del 2012 todas las demás predicciones fueron risibles. Nadie esperaba que el mundo se nos vendría encima en 2020.
Como muchos, crecí rodeado de obras cyberpunk o distópicas. Ver a un héroe anónimo recorrer la sociedad en ruinas por algún desastre o por el exceso de la misma siempre es emocionante. Muchos soñamos con vagar por el mundo, escopeta en mano, en compañía de un perro. Quién diría que en estas fechas nuestra mejor defensa sería una tela tricapa cubriéndonos medio rostro.
Desde que se dio aviso de esta nueva normalidad los días se escapan como para ser contados con los manos y la vida es tan contradictoria como el oxímoron dicho.
El contacto humano reducido a través de pantallas, ponernos capas de plástico y tela sobre la cara antes de salir, las calles, en un principio, deshabitadas y el miedo a respirar el aire fuera de casa. De todas las distopías posibles, la que nos tocó fue la de Doce monos.
De toda esta normalidad nueva, lo realmente nuevo fue el distanciamiento. Aprender a establecer relaciones con aquellos que nos eran cercanos fue todo un reto. El autocuidado y el cuidado de los cercanos y queridos recayó en la distancia de unos con otros, en el resentimiento colectivo y mutuo. Cuántas veces no sentimos los síntomas como un espejismo o un presagio funesto y vimos con recelo a nuestros cercanos.
Lo que no cambió fue la dinámica de los otros, de aquellos que en las sociedades cyberpunk siguen gobernando. A un año de la pandemia, la riqueza de esos pocos se multiplicó mientras el grueso más vulnerable disminuía. Qué reconfortantes los mensajes de apoyo desde los típicos sets de fondo blanco. Qué reconfortantes las maneras en las que nos mostraban cómo hacer frente al virus desde el encierro. Qué reconfortante ver a las mismas empresas que ellos dirigían o les patrocinan continuando con la misma rutina que obliga a las personas a pie seguir exponiéndose ante la incertidumbre de un virus al cual todavía hay que terminar de conocerle los apellidos, mientras estos los satanizan por no guardar el confinamiento en casa.
De este oxímoron, lo único nuevo fue tratar de hacer frente, cuidarnos y mantener la unidad ante un ambiente que aboga por nuestra dispersión. Porque aquellas dinámicas siguieron siendo las mismas, nos siguieron fragmentando, ellos continuaron engrosando sus bolsillos, su hegemonía y las bases para desatar la verdadera distopía cyberpunk.
Después de crecer viendo este tipo de materiales, puedo decir que recorrer el mundo caído armado de una escopeta al lado de un perro no será una película, sino un documental.
La mirilla se volvió un puente donde veo el exterior de forma segura. Dentro de casa habita la asepsia, me empeño cada día en que así permanezca.
Inhalo y percibo olores, es buena señal. Exhalo una tensa calma.
La mirilla ojo de vidrio posee ciento treinta grados de visión clara. Muestra la banqueta, el árbol; bueno, sólo el tronco, un pequeño jardín y un cesto de alambre para depositar la basura. Hay que tener distancia para aquello que no veo, pero han dicho que existe.
Inhalo vapor de cloro. Exhalo tranquilidad.
La mirilla ojo mágico enfoca una silueta que se hace presente a la una de la tarde. Es un cuerpo delgado revestido de capas; hollín y tela se vuelven uno. Pies ennegrecidos por el asfalto. Cabello en lajas que no mueve el viento. No usa mascarilla. La angustia escama mi garganta.
Inhalo de mis manos el alcohol en gel al noventa por ciento. Exhalo sensación de seguridad.
La mirilla ojo de pez curiosa se sumerge en los movimientos exteriores. Ahí está, es una persona que busca. Sus manos hurgan en el cesto. Encuentra una lata, dos botellas de plástico. Separa. Husmea en otra bolsa. Descubre una manzana y una pera a media vida. Elige y muerde. Sigue hasta que termina la fruta. El residuo asemeja un trompo, lo pone a girar sobre el gris de la banqueta, al final de su cabriola cae sobre la tierra del jardín. Su brazo se extiende para reunir las pertenencias. La silueta se aparta del ángulo de visión. El virus no acecha su cabeza, yo no gozo de ese anonimato.
Inhalo asepsia. Exhalo nostalgia de exterior.
No respiraba, como si ardiera un chile en los pulmones, como esa historia en que los mexicas castigaban a las personas en cuartos pequeños. Nada, hasta ahora, se había convertido en algo tan complicado y difícil como respirar.
Cuando nacemos damos ese primer hálito que nos conecta con la vida; la necesidad de oxígeno se parece mucho al hambre, un hueco que no se llena.
En la cama del hospital recordaba a mi tía Herminia; deliraba imaginando sus sabrosos chilacayotes cristalizados de azúcar, Dame un poco de oxígeno tía, como se da una estrella, y alíviame de la muerte.
Llegaban personas y se iban como si fueran huéspedes de un día, quiero imaginar que se fueron con su familia a la playa o a un lugar favorito; quiero imaginar eso y no angustiarme de espanto. En la cama del hospital los enfermos nos convertimos en niños, estaba en el campo otra vez recostada mirando las estrellas.
Cómo arde respirar.
La voz de mi tía diciendo que ya mero acabamos de recoger la troje, que ya mero íbamos a descansar.
En qué noche declararé mi funeral, qué cama se llamará milagro, qué sueños dejaré en la intemperie; como al alma, el cuerpo es una cáscara con prólogo para otra vida porque la carne suele ser una tumba que espera, alguien ya me dio el pésame, me dio un dulce agrio sabor a analgésico y abrió mi boca para meter una serpiente. Podía respirar un poco mejor, en la espera escojo el idioma que hablaré a mi tía, será redondo como el de una nuez, como el árbol de su jardín y escucharé todo lo que me quiera decir; al fin y al cabo, la noche es una maleta con una lengua que devora.
Veía pasar luciérnagas, enfermeras de medianoche se levantaban para cambiar el suero en cada estación de la existencia, en el itinerario de las medicinas un alquimista del orden.
De pronto pude inhalar profundo, respirar se convierte en un acto silencioso y sagrado, salvajemente vivo; cuando respiro el mundo respira, una flor respira, un insecto respira y me doy cuenta de que somos una misma forma.