#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 14

#LeccionesDelAislamientoUDG | Ronda 14

13 Julio 2021
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  • La pandemia, un problema que no discrimina | Readgoib
  • Contra el minimalismo | Gael Montiel
  • Mis cuatro paredes al día | Luis Fernando García Roman
  • Pandemia | Mbya Bidegain
  • Inmune | Valentina Buenrostro Ruíz

 

La pandemia, un problema que no discrimina

Readgoib | México

 

Sinceramente, en la pandemia no me va para nada bien. No he perdido a ningún familiar ni a nadie cercano por culpa de este virus, pero lo que he perdido son las ganas de vivir, solamente existo y de verdad no tengo ninguna motivación y la gente a menudo lo confunde con que soy un flojo, que no tengo las suficientes ganas, etcétera.

No es que quiera ponerle un fin a mi vida, sino al contrario, deseo al menos una motivación para seguir adelante con lo que solía llamar mis metas.

Mi vida siempre ha sido un tanto… solitaria, no suelo tener amigos y los que tengo siempre se van, tarde o temprano, sea mi culpa o de ellos, aunque eso estaba cambiando, ya que al entrar a la preparatoria conocí a muchas personas, convivía mucho con ellas pese a que no estaba acostumbrado a ello, salía más seguido porque tampoco solía hacerlo y cuando todo parecía andar bien llegó la pandemia.

Puedo mencionar que cuando empezó la pandemia mi situación no era tan terrible como en la actualidad, creía que iba a ser una semana sin clases, luego quedaron en que era un semestre y lo pude asimilar debido a que íbamos a la mitad de ese semestre y terminó siendo un año, y quién sabe si dure más un año. Solamente pude mejorar mis habilidades como la escritura o el diseño gráfico. Pensé que todo iba a estar bien, pero estaba muy equivocado…

Dejé de tener comunicación con muchos amigos y compañeros y no tanto porque no quisieran hablar conmigo sino porque ellos tienen sus responsabilidades, obligaciones y también se sienten abrumados, deprimidos, cansados y hartos de esta situación y quieren que ya termine de una buena vez. Siempre pienso que es mi culpa, pero tal vez sea mi imaginación, es algo que siempre ha estado presente en mi vida (la indiferencia de mis conocidos) pero hago como si nada sucediera.

Además de no tener motivación, realmente no recibo apoyo emocional de nadie. A veces pienso que tal vez no he manejado bien mi vida durante la pandemia, de cierta manera creo que siempre ha sido así, y esto lo menciono porque sí estaba cambiando para bien, pero volví a caer en lo mismo e incluso creo que llegué más al fondo…

Ya no sé quién quiero ser ni cómo actuar, ya estoy muy cansado de la pandemia tanto física como mentalmente, no soy una persona buena del todo, no obstante creo que merezco vivir plenamente, no estar existiendo sin hacer nada que me agrade.

Aun así hay algo que de cierta manera me fuerza a seguir avanzando hacia adelante y no me permite rendirme ante las situaciones cotidianas y siempre me digo a mí mismo una frase de cierta serie: mi versión de mañana debería poder vencer a mi versión de hoy.

 

Contra el minimalismo

Gael Montiel | México

 

El juego inicia fácil: deshazte hoy de una cosa, digamos, una taza que siempre evitas usar. Mañana, un par de juguetes de huevito Kinder arrumbados en una caja. Pasado, tres revistas de cine, tan viejas que se anuncia el estreno de la primera Avengers. Parece poco, pero mientras avanza el mes hay que ponerse creativos para encontrar qué tirar. ¿Cómo le vas a hacer en el día veinticuatro? ¿Y de qué te sobrarán veinticinco cosas?

Este es el tipo de juegos que proponen los gurús del minimalismo en internet para curarnos de la fiebre consumista. Su lógica es que acumulamos demasiadas cosas innecesarias y desprenderse de los objetos nos hace reconectar con lo esencial en nuestras vidas. Y también, por qué no, ayuda a mantener la casa en orden.

En los meses antes de la pandemia intenté con distintos niveles de éxito apegarme a estos preceptos. Aparté la ropa que nunca usaba, opté por los cómics digitales, regalé libros que ya no tenía intención de leer o releer, y me volví mucho más juicioso para comprar cosas nuevas que sabía me quitarían espacio. 

Pero en el confinamiento, tener una casa más solitaria es algo que reta la intuición. Apenas comenzó el encierro y la reconexión con lo material se volvió una de las pocas experiencias no digitales a las que teníamos acceso. Nigo y yo reordenamos la casa varias veces, cambiamos los muebles de lugar y nos entretuvimos hurgando en cajones llenos de cargadores de aparatos electrónicos inservibles, o de esas ubicuas piececitas de plástico o metal que salieron de ninguna parte y se conservan por ningún motivo. Encontrar entre toda esa basura una figurita olvidada de Hora de aventura se convirtió en un remanso de lo táctil antes de la próxima junta en Zoom.

Otra enseñanza del minimalismo vencida por la realidad fue la del “20-20”: si algo cuesta menos de 20 dólares y puedes conseguirlo en 20 minutos, no vale la pena guardarlo “sólo por si acaso”. Podríamos mexicanizar esta regla quitándole varios pesos, pero igual supone que siempre habrá un mercado y un sistema allá afuera, funcionando perfectamente. Pura ingenuidad. En los primeros días del encierro, me imaginé muchas veces a los acaparadores viéndonos a nosotros, tan modernos y desprendidos, mientras acariciaban sus doscientos rollos extra de papel higiénico.

Es cierto que deshacerse de cosas es la parte más superficial en el discurso de los minimalistas; tan sólo es el primer paso hacia otro esfuerzo: la calibración constante de nuestras vidas y un cuestionamiento permanente sobre a qué le destinamos nuestra atención, cuidado y tiempo. Aunque todavía encuentro la idea valiosa, creo que la pandemia ya nos ha dado suficientes lecciones particulares al respecto. Yo, por ejemplo, jamás me sentí tan cercano a mi padre como el día en que llamó para decirme que, después de tener síntomas graves, lo peor del covid-19 había pasado. Algo me dice que ese arrobo no se alcanza tirando revistas viejas.

 

Mis cuatro paredes al día

Luis Fernando García Roman | México

 

Todas las mañanas despierto para conectarme a clases que la verdad no entiendo diario digo presente sin importar si estoy en la cama o dormido o comiendo diario me veo en el espejo y noto que me falta el sol ya que no podemos salir sólo puedo escuchar las voces de mis amigos y no verlos si no es por una llamada no puedo ir con ellos a pasear no puedo ir con esa persona que quiero abrazar no puedo ver nada fuera de mis cuatro paredes mi familia está llena de personas en peligro y no quiero tener sus muertes en mi mente no quiero ser esa persona que les traiga el virus no quiero tener ese peso el resto de mi vida eso es lo que pasa en mi mente cada día que paso en mis cuatro paredes viendo los pájaros por mi ventana viendo cómo vuelan libres y no enjaulados ya entiendo lo que ellos sienten en la jaula entiendo cómo nos ven pasar y ven cómo salimos y entramos sin importar que ellos nos vean desde su jaula.

 

Pandemia

Mbya Bidegain | México

 

La pandemia empezó antes. Silenciosamente. Sin alertas epidemiológicas, sin decisiones de la Secretarías de Salud televisadas. Como una mancha de humedad que empieza en un lado ignoto, y crece, crece, crece hasta que no puedes respirar.

24 de marzo de 2020. En conferencia de prensa el presidente López Obrador declara en México el inicio de la fase 2. Los que no teníamos casa, ni trabajo, optamos por movernos, cruzar las fronteras levantadas por el dedo acusador que impulsaba el aislamiento, mientras se conectaban cómodamente en la poltrona para mirar por las ventanas del Zoom.

La pandemia empezó antes. Los aislamientos estaban tomando nuestras cuerpas con el individualismo galopando entre el mito del fin de la historia y la falta de tiempo para procesar la creciente velocidad en todo.  El agobio de la información por cada vez más medios invadiéndolo todo. Se metía en la cama, en el ritmo del sueño, en las metas individuales, en las relaciones sexoafectivas, en la libido, en las creencias, en nuestros gestos con el Otro.

No sé cómo fue precisamente, había un sordo repiqueo que, haciéndose eco del miedo del desamparo, decretó que la solidaridad ya no era un valor humano. Que había que encontrar la responsabilidad individual en los resultados de cansancio, apatía y miseria cada vez mayores. Y nos encerraron en el silencio. Incluso antes de la gripe H1N1 fueron los despidos masivos de una industria que se había monopolizado. El pensamiento colonizado ya no era local sino globalizado. Los parques fueron cercados, las escuelas enrejadas, los barrios exclusivos invadiendo territorios, el world wide web copándolo todo. Ya no había tiempo para los mates, el diálogo, la confrontación, el autoconocimiento, la lectura, la escucha de las aves. La sabiduría oriental, indígena, negra, popular era sincretizada en fórmulas de cómo respirar, qué preguntar, qué posturar, qué sahumar y qué vibrar desde el ombligo hasta el ombligo. Aumentaron los suicidios. Silencio. Aumentó la intensidad de trabajo. Silencio. Aumentó el abuso. Silencio. Aumentó la devaluación del trabajo. Silencio. Aumentaron las deudas de las tarjetas de crédito. Silencio. La pandemia empezó cuando aguantar era no hablar, no mirar, no preguntar.  

En las calles, en el movimiento, las cuerpas, el sudor, la saliva, los besos, los sexos, los cortes de pelo, los tatuajes y los orificios explorados, sacudiendo, dispersando, contagiando a una velocidad mayor que la letalidad de las gripes la heterogeneidad y potencia de Lo Vivo. Eran los rarxs, putxs, locxs, rojxs, desubidadxs, difíciles, promiscuxs, outsiders, incorrectxs, descartes, nadas que empujaban hacia otra forma de vivirnos. Comenzamos a desplegar solidaridades horizontales, de maternaje. Nos dimos respiración boca a boca por la escritura subalterna, clandestina, handmade, difundiendo autocuidados y señalando que un virus no es tan letal como esta pandemia que persiste succionando y atentando contra la Vida.

La pandemia empezó mucho antes y el año que pasamos, sacudió a más de uno. Preguntarse qué es la Vida, para qué vivimos y qué había pasado todo este tiempo que vivimos en pandemias. Aquella resistencia insiste en pervivir…

 

Inmune

Valentina Buenrostro Ruíz | México

 

Los moradores del otro lado de mi ventana me quieren hacer creer que esta pandemia se puede tomar como un respiro para parpadear lento.

A mí los exámenes de conciencia me enferman el cuerpo y me vedan el sentido de futuro. Despierto cada día para habitar una mañana muda, o una conciencia gritona que no ha aprendido a mitigar su dolor, porque se sabe sola, incompleta, y se ha convencido de que allá afuera los otros son sordos.

La vida ahora transcurre en un entramado de cables que nos conectan, a través de los cuales pretendemos hacer política, a veces nos enamoramos, jugamos, hacemos juicios morales y también anulamos nuestras voluntades. El mundo virtual que nos ocupa desprende un halo de aparente bondad que uniforma las conciencias y que, “sin quererlo”, termina difuminando la diversidad de personalidades con una avalancha de preceptos que deben hacernos buenas personas, y cuyo dogma primordial es: la empatía.

Intento incursionar en espacios fuera de mi cabeza, pero de ese otro lado la gente oye, no escucha, y cuando lo hacen, emergen arrepentidos de haber nadado en el vómito de un humano huérfano y lastimado que no sana, que es inmune al pensamiento mágico que guía la vida de sus próximos, pues no hay carta astral ni lectura de café que suavice siquiera un poquito su angustia.

La exigencia social tácita de productividad lleva un año acechándome, todos avanzan y lo hacen público, se ponen metas, cumplen sus propósitos, y yo sigo embebida, sublimando mi circunstancia para construir una narrativa amable que justifique mi fracaso y me exima de culpas.

Vivo enferma y por eso limpio mi casa, porque así he conseguido flexionar el bucle de mis pensamientos. Cuanto más silencio hay, mi entorno luce cada vez más sucio, y en estos momentos la constante frenética del trapeador sobre el piso y la música me salvan, pues logran silenciar las voces heridas de mi conciencia.

Mis ejercicios introspectivos involuntarios me conducen siempre al mismo sitio: ya no soy una larva cuya metamorfosis es un misterio, así como la salud es la ausencia de enfermedad, yo soy todo aquello que deseé, pero nunca fui.

Me he mimetizado con la habitación vacía de mi casa, estoy habitada de papeles con diferentes tintas, cuyas ideas se han perdido con sus fechas en el tiempo

Soy años de papel reciclado, tachones en rojo, entregas a destiempo, malas conjugaciones, adjetivos inadecuados y argumentos que de tan torcidos y rebuscados no alcanzaron a dar flor.

Soy un cúmulo de introducciones pretenciosas que me maquillan, y conclusiones honestas que me evidencian.

Soy un acervo de empresas inacabadas, buenas intenciones y memorias en las que me duele hundirme, pero tampoco he podido tirar.

Cuando miro por mi ventana, me invade la sensación de estar convirtiéndome en una criaturilla cuyo hogar trascenderá sus propiedades materiales, vínculos fraternales y filiales, para permutar en una conciencia virtual colectiva, que deja atrás la contemplación, lo público real y el mundo.

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  • Contra el minimalismo | Gael Montiel
  • Mis cuatro paredes al día | Luis Fernando García Roman
  • Pandemia | Mbya Bidegain
  • Inmune | Valentina Buenrostro Ruíz

 

La pandemia, un problema que no discrimina

Readgoib | México

 

Sinceramente, en la pandemia no me va para nada bien. No he perdido a ningún familiar ni a nadie cercano por culpa de este virus, pero lo que he perdido son las ganas de vivir, solamente existo y de verdad no tengo ninguna motivación y la gente a menudo lo confunde con que soy un flojo, que no tengo las suficientes ganas, etcétera.

No es que quiera ponerle un fin a mi vida, sino al contrario, deseo al menos una motivación para seguir adelante con lo que solía llamar mis metas.

Mi vida siempre ha sido un tanto… solitaria, no suelo tener amigos y los que tengo siempre se van, tarde o temprano, sea mi culpa o de ellos, aunque eso estaba cambiando, ya que al entrar a la preparatoria conocí a muchas personas, convivía mucho con ellas pese a que no estaba acostumbrado a ello, salía más seguido porque tampoco solía hacerlo y cuando todo parecía andar bien llegó la pandemia.

Puedo mencionar que cuando empezó la pandemia mi situación no era tan terrible como en la actualidad, creía que iba a ser una semana sin clases, luego quedaron en que era un semestre y lo pude asimilar debido a que íbamos a la mitad de ese semestre y terminó siendo un año, y quién sabe si dure más un año. Solamente pude mejorar mis habilidades como la escritura o el diseño gráfico. Pensé que todo iba a estar bien, pero estaba muy equivocado…

Dejé de tener comunicación con muchos amigos y compañeros y no tanto porque no quisieran hablar conmigo sino porque ellos tienen sus responsabilidades, obligaciones y también se sienten abrumados, deprimidos, cansados y hartos de esta situación y quieren que ya termine de una buena vez. Siempre pienso que es mi culpa, pero tal vez sea mi imaginación, es algo que siempre ha estado presente en mi vida (la indiferencia de mis conocidos) pero hago como si nada sucediera.

Además de no tener motivación, realmente no recibo apoyo emocional de nadie. A veces pienso que tal vez no he manejado bien mi vida durante la pandemia, de cierta manera creo que siempre ha sido así, y esto lo menciono porque sí estaba cambiando para bien, pero volví a caer en lo mismo e incluso creo que llegué más al fondo…

Ya no sé quién quiero ser ni cómo actuar, ya estoy muy cansado de la pandemia tanto física como mentalmente, no soy una persona buena del todo, no obstante creo que merezco vivir plenamente, no estar existiendo sin hacer nada que me agrade.

Aun así hay algo que de cierta manera me fuerza a seguir avanzando hacia adelante y no me permite rendirme ante las situaciones cotidianas y siempre me digo a mí mismo una frase de cierta serie: mi versión de mañana debería poder vencer a mi versión de hoy.

 

Contra el minimalismo

Gael Montiel | México

 

El juego inicia fácil: deshazte hoy de una cosa, digamos, una taza que siempre evitas usar. Mañana, un par de juguetes de huevito Kinder arrumbados en una caja. Pasado, tres revistas de cine, tan viejas que se anuncia el estreno de la primera Avengers. Parece poco, pero mientras avanza el mes hay que ponerse creativos para encontrar qué tirar. ¿Cómo le vas a hacer en el día veinticuatro? ¿Y de qué te sobrarán veinticinco cosas?

Este es el tipo de juegos que proponen los gurús del minimalismo en internet para curarnos de la fiebre consumista. Su lógica es que acumulamos demasiadas cosas innecesarias y desprenderse de los objetos nos hace reconectar con lo esencial en nuestras vidas. Y también, por qué no, ayuda a mantener la casa en orden.

En los meses antes de la pandemia intenté con distintos niveles de éxito apegarme a estos preceptos. Aparté la ropa que nunca usaba, opté por los cómics digitales, regalé libros que ya no tenía intención de leer o releer, y me volví mucho más juicioso para comprar cosas nuevas que sabía me quitarían espacio. 

Pero en el confinamiento, tener una casa más solitaria es algo que reta la intuición. Apenas comenzó el encierro y la reconexión con lo material se volvió una de las pocas experiencias no digitales a las que teníamos acceso. Nigo y yo reordenamos la casa varias veces, cambiamos los muebles de lugar y nos entretuvimos hurgando en cajones llenos de cargadores de aparatos electrónicos inservibles, o de esas ubicuas piececitas de plástico o metal que salieron de ninguna parte y se conservan por ningún motivo. Encontrar entre toda esa basura una figurita olvidada de Hora de aventura se convirtió en un remanso de lo táctil antes de la próxima junta en Zoom.

Otra enseñanza del minimalismo vencida por la realidad fue la del “20-20”: si algo cuesta menos de 20 dólares y puedes conseguirlo en 20 minutos, no vale la pena guardarlo “sólo por si acaso”. Podríamos mexicanizar esta regla quitándole varios pesos, pero igual supone que siempre habrá un mercado y un sistema allá afuera, funcionando perfectamente. Pura ingenuidad. En los primeros días del encierro, me imaginé muchas veces a los acaparadores viéndonos a nosotros, tan modernos y desprendidos, mientras acariciaban sus doscientos rollos extra de papel higiénico.

Es cierto que deshacerse de cosas es la parte más superficial en el discurso de los minimalistas; tan sólo es el primer paso hacia otro esfuerzo: la calibración constante de nuestras vidas y un cuestionamiento permanente sobre a qué le destinamos nuestra atención, cuidado y tiempo. Aunque todavía encuentro la idea valiosa, creo que la pandemia ya nos ha dado suficientes lecciones particulares al respecto. Yo, por ejemplo, jamás me sentí tan cercano a mi padre como el día en que llamó para decirme que, después de tener síntomas graves, lo peor del covid-19 había pasado. Algo me dice que ese arrobo no se alcanza tirando revistas viejas.

 

Mis cuatro paredes al día

Luis Fernando García Roman | México

 

Todas las mañanas despierto para conectarme a clases que la verdad no entiendo diario digo presente sin importar si estoy en la cama o dormido o comiendo diario me veo en el espejo y noto que me falta el sol ya que no podemos salir sólo puedo escuchar las voces de mis amigos y no verlos si no es por una llamada no puedo ir con ellos a pasear no puedo ir con esa persona que quiero abrazar no puedo ver nada fuera de mis cuatro paredes mi familia está llena de personas en peligro y no quiero tener sus muertes en mi mente no quiero ser esa persona que les traiga el virus no quiero tener ese peso el resto de mi vida eso es lo que pasa en mi mente cada día que paso en mis cuatro paredes viendo los pájaros por mi ventana viendo cómo vuelan libres y no enjaulados ya entiendo lo que ellos sienten en la jaula entiendo cómo nos ven pasar y ven cómo salimos y entramos sin importar que ellos nos vean desde su jaula.

 

Pandemia

Mbya Bidegain | México

 

La pandemia empezó antes. Silenciosamente. Sin alertas epidemiológicas, sin decisiones de la Secretarías de Salud televisadas. Como una mancha de humedad que empieza en un lado ignoto, y crece, crece, crece hasta que no puedes respirar.

24 de marzo de 2020. En conferencia de prensa el presidente López Obrador declara en México el inicio de la fase 2. Los que no teníamos casa, ni trabajo, optamos por movernos, cruzar las fronteras levantadas por el dedo acusador que impulsaba el aislamiento, mientras se conectaban cómodamente en la poltrona para mirar por las ventanas del Zoom.

La pandemia empezó antes. Los aislamientos estaban tomando nuestras cuerpas con el individualismo galopando entre el mito del fin de la historia y la falta de tiempo para procesar la creciente velocidad en todo.  El agobio de la información por cada vez más medios invadiéndolo todo. Se metía en la cama, en el ritmo del sueño, en las metas individuales, en las relaciones sexoafectivas, en la libido, en las creencias, en nuestros gestos con el Otro.

No sé cómo fue precisamente, había un sordo repiqueo que, haciéndose eco del miedo del desamparo, decretó que la solidaridad ya no era un valor humano. Que había que encontrar la responsabilidad individual en los resultados de cansancio, apatía y miseria cada vez mayores. Y nos encerraron en el silencio. Incluso antes de la gripe H1N1 fueron los despidos masivos de una industria que se había monopolizado. El pensamiento colonizado ya no era local sino globalizado. Los parques fueron cercados, las escuelas enrejadas, los barrios exclusivos invadiendo territorios, el world wide web copándolo todo. Ya no había tiempo para los mates, el diálogo, la confrontación, el autoconocimiento, la lectura, la escucha de las aves. La sabiduría oriental, indígena, negra, popular era sincretizada en fórmulas de cómo respirar, qué preguntar, qué posturar, qué sahumar y qué vibrar desde el ombligo hasta el ombligo. Aumentaron los suicidios. Silencio. Aumentó la intensidad de trabajo. Silencio. Aumentó el abuso. Silencio. Aumentó la devaluación del trabajo. Silencio. Aumentaron las deudas de las tarjetas de crédito. Silencio. La pandemia empezó cuando aguantar era no hablar, no mirar, no preguntar.  

En las calles, en el movimiento, las cuerpas, el sudor, la saliva, los besos, los sexos, los cortes de pelo, los tatuajes y los orificios explorados, sacudiendo, dispersando, contagiando a una velocidad mayor que la letalidad de las gripes la heterogeneidad y potencia de Lo Vivo. Eran los rarxs, putxs, locxs, rojxs, desubidadxs, difíciles, promiscuxs, outsiders, incorrectxs, descartes, nadas que empujaban hacia otra forma de vivirnos. Comenzamos a desplegar solidaridades horizontales, de maternaje. Nos dimos respiración boca a boca por la escritura subalterna, clandestina, handmade, difundiendo autocuidados y señalando que un virus no es tan letal como esta pandemia que persiste succionando y atentando contra la Vida.

La pandemia empezó mucho antes y el año que pasamos, sacudió a más de uno. Preguntarse qué es la Vida, para qué vivimos y qué había pasado todo este tiempo que vivimos en pandemias. Aquella resistencia insiste en pervivir…

 

Inmune

Valentina Buenrostro Ruíz | México

 

Los moradores del otro lado de mi ventana me quieren hacer creer que esta pandemia se puede tomar como un respiro para parpadear lento.

A mí los exámenes de conciencia me enferman el cuerpo y me vedan el sentido de futuro. Despierto cada día para habitar una mañana muda, o una conciencia gritona que no ha aprendido a mitigar su dolor, porque se sabe sola, incompleta, y se ha convencido de que allá afuera los otros son sordos.

La vida ahora transcurre en un entramado de cables que nos conectan, a través de los cuales pretendemos hacer política, a veces nos enamoramos, jugamos, hacemos juicios morales y también anulamos nuestras voluntades. El mundo virtual que nos ocupa desprende un halo de aparente bondad que uniforma las conciencias y que, “sin quererlo”, termina difuminando la diversidad de personalidades con una avalancha de preceptos que deben hacernos buenas personas, y cuyo dogma primordial es: la empatía.

Intento incursionar en espacios fuera de mi cabeza, pero de ese otro lado la gente oye, no escucha, y cuando lo hacen, emergen arrepentidos de haber nadado en el vómito de un humano huérfano y lastimado que no sana, que es inmune al pensamiento mágico que guía la vida de sus próximos, pues no hay carta astral ni lectura de café que suavice siquiera un poquito su angustia.

La exigencia social tácita de productividad lleva un año acechándome, todos avanzan y lo hacen público, se ponen metas, cumplen sus propósitos, y yo sigo embebida, sublimando mi circunstancia para construir una narrativa amable que justifique mi fracaso y me exima de culpas.

Vivo enferma y por eso limpio mi casa, porque así he conseguido flexionar el bucle de mis pensamientos. Cuanto más silencio hay, mi entorno luce cada vez más sucio, y en estos momentos la constante frenética del trapeador sobre el piso y la música me salvan, pues logran silenciar las voces heridas de mi conciencia.

Mis ejercicios introspectivos involuntarios me conducen siempre al mismo sitio: ya no soy una larva cuya metamorfosis es un misterio, así como la salud es la ausencia de enfermedad, yo soy todo aquello que deseé, pero nunca fui.

Me he mimetizado con la habitación vacía de mi casa, estoy habitada de papeles con diferentes tintas, cuyas ideas se han perdido con sus fechas en el tiempo

Soy años de papel reciclado, tachones en rojo, entregas a destiempo, malas conjugaciones, adjetivos inadecuados y argumentos que de tan torcidos y rebuscados no alcanzaron a dar flor.

Soy un cúmulo de introducciones pretenciosas que me maquillan, y conclusiones honestas que me evidencian.

Soy un acervo de empresas inacabadas, buenas intenciones y memorias en las que me duele hundirme, pero tampoco he podido tirar.

Cuando miro por mi ventana, me invade la sensación de estar convirtiéndome en una criaturilla cuyo hogar trascenderá sus propiedades materiales, vínculos fraternales y filiales, para permutar en una conciencia virtual colectiva, que deja atrás la contemplación, lo público real y el mundo.