El mal sabor de boca aún sabe cuando recuerdo como flashazo que se trataba de encerrarnos por quince días, dos semanas, que todo pasaría rápido. Pero ahora veo que fue echarnos en reversa, un regreso a los espacios más olvidados y a las dinámicas menos apresuradas; aunque esto pronto se vio saboteado por las innumerables sesiones en zoom, blue jeans, meet, jitsu… ojalá nos viéramos tanto como lo hicimos en este tiempo en que el impacto más estrepitoso radicó en conocer al otro en su desorden, sudando su incertidumbre, en vernos y sentir los retortijones de nuestra incomodidad, de la perversa incertidumbre.
Parece que el mes de la primavera se vio rebasado con el inicio de un ciclo que fue de muchas muertes, de muchas despedidas sin cuerpos, de llantos que se hicieron insomnio, bruxismos, dolores de cabeza, ansiedad y vacíos. Hubo exceso de casi todo: de información, desinformación, números, miedo, frases motivadoras, estilos de cubrebocas. Y en todos esos excesos hubo desesperanza y esperanza a la vez, hubo parquedad y colores, creatividad y parálisis … Coexistimos con el virus.
En los primeros días del covid el ventanal de mi recámara prestada estuvo a oscuras tanto como yo, porque encima de que no era posible salir y aquello se sentía como si nos cortaran las alas enfermé de tosferina. Una enfermedad que se creía superada y hasta controlada como los miedos de la infancia, como la frágil autoestima, como el dolor por abandono.
Mentiras.
Me sentí más sola y tan débil que dudé poder.
Mis mañanas y descansos al dormir se tornaron en convulsas crisis de tos y asfixia. No tuve a mis abuelas ni a mi madre cuidándome y haciéndome tomar leche de burra como antes hacían, sino por el contrario, el alópata me llevó por una agotadora carrera de antibióticos. El salbutamol no fue efectivo tanto como mi temor de morir ahogada, que me mantuvo alerta. Imaginé que quizá así podían sentirse algunos de los pacientes con fibrosis pulmonar. Para julio tosía menos, pero hasta ahora, algunas veces, por la noche me sorprende una tos que me priva cual cuerda apretada en el cuello que me sacude como maldición.
En casa me blandí de privilegios porque no tuve que salir a la calle a trabajar ni por comida; salvo porque en algún momento se volvió insostenible seguir dentro de la guarida. Malamente me saturé de actividades que ordenaron mis días y le dieron seudosentido. Lloré frente a mi pantalla por las fotos y mensajes de despedida que amigos escribieron para su padre o su madre, lo que para algunos fue un adiós simultáneo. Me lamenté de estar en mi silla deseando abrazarles, sintiendo calambres en el corazón.
La indiferencia, imperturbable espectadora en tu obra funesta, contempla extasiada la actuación soberbia de la Muerte en el escenario hostil de un mundo desinteresado.
Atónita de su postura, bebe el aliento de la audiencia insensible como jornalero que bebe el agua al terminar su labor. Tirana como ella, eres peor que el devorador, consumes a tu presa lentamente no con letal convicción.
Indiferencia desgraciada, intempestiva y desolada, ni la muerte en su más infame escena es capaz de menguar tu impiedad.
Los gritos remotos de quien ruega misericordia no logran perturbar el sosiego de un drama sombrío que manipulaste.
Escribo. Escribo que… No, mejor no. Intento, sí, eso sí. Experimento, inclusive. ¿Intento la palabra? ¿La experimento? ¿Y el resultado? Estas preguntas, nada más. Entonces sí escribo, escribo que escribo. Me construyo sobre las palabras. Las palabras son mi casa, mi isla. El lugar donde me aíslo. Aquí no se usa cubrebocas. ¿Cuántas palabras se me han quedado allí? Derivo en el umbral de la puerta: salir o no salir, ¿esa es la cuestión? Miro desde la ventana o hacia la ventana. Tantos ojos han entrado a mi habitación, tantos se han inmiscuido en mi isla. Sigo escribiendo que escribo, que naufrago en el escritorio, en la isla de la escritura. Mi isla se edifica de palabras que también son islas y son ventanas para mirar afuera y mirarme adentro. Enciendo la pantalla y escribo: soy una isla. Escribo que escribo que soy una isla y me veo escribiendo que escribo. Veo mis ventanas, las abro, salgo a vistazos, salgo de mí para verme escribiendo que escribo que escribía que escribo. Escribo, luego existo. Me aíslo, luego escribo. Afuera de mi isla todo es vaivén y silencio. Así construyo mi habitación a la deriva: el silencio es el mar más profundo, pienso. En mi isla, el silencio es otra isla. Isla sobre isla: no-escritura sobre escritura: antipalimpsesto. Escribir también se trata de no escribir. Me escribo: me construyo y me destruyo. Escribir es trazar una línea, un dibujo, una figura. Dibujo mi isla, estas líneas son su costa y sus fronteras. Afuera y adentro está el silencio. Quizás el silencio es el resto del aislamiento, de mi condición de isla. ¿Cuántos silencios escribí? Si los reúno, ¿cuánto mar me espera? ¿Cuántas islas invisibles puedo construir en el aire? ¿Las palabras son islas y los espacios/silencios son el agua desbordada del mar? Y leer, ¿leer es navegar entre los trazos de la palabra? Estas leyendo, estás navegando. Vas en un navío al borde de las islas, pero abres las ventanas. ¿No tiene? Dibújalas, escríbelas. ¿Qué ves? Cierto, que escribo. Sí, te escribo, te dibujo. ¿Y tú? ¿Verdad? Me escribes. Escribes que me escribes. Leer también es escribir a la distancia, desde los huecos de las islas. Escribo que escribes. Escribí que escribes y escribiré que escribes. Desde el presente, pasado y futuro son dos orillas rodeadas de silencios. Voy a escribir de nuevo. Hago un inventario de ese espacio. ¿Qué es el espacio? Despejar de toda oscuridad el aquí y el allá. Escribo: los días también son islas. En mi aislamiento, he transitado cuatrocientas cincuenta y tantas islas extintas y me imagino en un archipiélago, en un texto donde las palabras son islas. Escribo en una página del aire: somos palabras en un texto donde nos tapamos la boca. Aprendí a escribir sin manos, a liberar las palabras, a desaislarlas, para verlas dibujar su trayecto. Escribimos, porque escribir es la única manera de acercarnos, de mirarnos desde nuestro aislamiento.
Javier murió en agosto del año pasado. Lo último que vi de él fue una foto que mandó al chat de nuestro grupo de amigos. Estaba en un parque cerca de su casa. Escribió que ya no aguantaba el encierro. El parque lo recuerdo bien porque alguna vez estuvo también cerca de mi casa, jugábamos ahí cuando éramos niños. Luego, de la nada, semanas después, un amigo del grupo nos informó que Javier había muerto de covid-19. Creí que era una broma. Pero su padre nos mandó una invitación para una misa por Javier vía Zoom. Asistí y me dijo que se murió en el baño de su casa: se quería lavar antes de que lo llevaran al hospital. El padre estaba destrozado: su hijo se le había muerto entre los brazos. Días después intenté, infructuosamente, contactarlo, pero no me contestó. Temí lo peor. Tenía razón. Se enfermó de lo mismo, y también murió. Al menos él sí llegó al hospital.
En septiembre perdí el trabajo. A los que no teníamos contrato nos dejaron ir. “Siempre es bueno ver nuevos aires, además, los que nos quedamos. . . pues también sufrimos porque nos quitaron prestaciones”, me dijo el cabrón de mi jefe. Estuve dos meses desempleado. Luego me empezó a llegar trabajo. Ahora laboro como contratista independiente. Siempre había tenido miedo de no tener un ingreso fijo, pero ahora trabajo desde mi casa y hasta gano un poco más.
En octubre declaré mi verdadera orientación sexual a los más llegados. Lo hice porque ya no podía más. Tantos años esforzándome porque la gente viera lo que no soy. Temía, antes que nada, la reacción de mi madre. No le gustó cuando se lo dije, por supuesto. Pero imaginé mayor rechazo. Le pregunté si me iba a dejar de hablar. Me dijo que por supuesto que no. ¿Abandona uno a su hijo cuando está enfermo? No entendí la lógica, pero ahora estamos más cerca. Agregó que todo estaría bien mientras no le presentara ni hablara de mi pareja. Perfecto, porque no tengo pareja. Pero no la necesito por ahora. Desde que el encierro me sacó del clóset he estado en contacto con grupos de gente maravillosa, involucrado en proyectos y con una comunidad que me acepta.
Muchas cosas cambiaron, pues, durante la pandemia. Ahora estoy ansioso por regresar a la normalidad, aunque el mundo, necesariamente, será otro: sin Javier, sin mi trabajo de ocho a cinco, sin dos tíos que perdí también y sin tanta otra gente no tan allegada. Y si no hubiera habido pandemia, ¿qué habría pasado? ¿Habría dejado mi trabajo monótono? ¿Habríamos hecho esa reunión aplazada con Javier y los amigos de la colonia? ¿Seguiría con este nudo trenzado en el alma que ahorcaba mi identidad? Si aprendí algo en la pandemia fue que no hay que usar nuestra mente para rumiar sobre lo que hubiera pasado. La creatividad es demasiado preciosa para gastarla así. Hay que usar la imaginación para transformar la realidad.
El eco del ruido de las calles dejó de sonar. Toda la culpa la tienen las partículas que nacen de nosotros mismos, pero el problema no somos nosotros. Sentí como si la humanidad hubiera dejado un vacío, la soledad externa parecía ahora la peor temporada de la existencia para muchos.
Mis pocos años en este plano de existencia me han hecho vivir mi adolescer de diecisiete años en estas cuatro paredes, ellas comenzaron a ser el rebote de mi voz que estaba perdida; la busqué, traté de darle letras para que tuviera más fuerza. Supongo, nuestro dialecto es sólo una herramienta para esto que tiene su proceso.
Ahora mi mundo se volvió una habitación llena de personas, de sensaciones que el mundo podría decir son normales; pronto pasarán, quizás lo único que pase será cuando quieran encontrarte y estés en las estrellas. Siempre brillaremos, pero hay maneras de no llegar tan pronto al anochecer eterno.
Fueron batallas que aún puedo dejar presente en mi vida, quizás todo empezó a ser más difícil cuando nos acercamos a quienes sólo veíamos en un cruzar de miradas y se diluyeron viajando en el eterno silencio, esas personas hoy se volvieron más presentes, los vimos como conocidos muy desconocidos, hasta yo fui un extraño para mi existencia.
Quería llenar mi alma de cosas que terminaban haciéndome sentir peor, ¿podría dejar de sucederme? ¿Cuándo mi humanidad será perdonada por la vida? Sentía que me ahogaba en mi mente, mis palabras parecían sueños que nunca cumpliría, mis pensamientos dejaron de verse de un tono claro, y mi sentir estaba lleno de un color azul.
Sólo eran estaciones que me llevaban de un lado a otro, pero todo el tiempo estaba en las nubes, porque no quería mirarme, no quería sentir, quería correr toda la vida del dolor, el encontrármelo era encontrarme con mi primera muerte. Estaba lleno de miedo, pero nadie más que yo lo entendía, necesitaba arriesgarme.
Para que nuestra realidad tome forma necesitamos imaginar las estrellas, sin embargo es necesario llevar todo de ti para bajar a la tierra y transformarla en una verdad.
Los mensajes durante tanto tiempo lejos del otro se han vuelto un consuelo en la penumbra, hoy en mi habitación las reacciones de la vida son una alarma que resuena en todo el mundo. Esto no fue vivir, estuvimos sobreviviendo.
Ya no soportaba estar más en el suelo, quería correr, quería dejar ese lugar, tenía cadenas que llevaban mi nombre, cada una me hundía, pero estaban cayendo una a una. Mis letras han sido el soporte que me engancharon al aquí y el ahora, necesitaba quitarme las sábanas de encima, huir de aquel lugar fue girar en una rueda, hasta que se partió por la mitad. Ya había sido demasiado, el camino está en mí, era mi ser pidiéndome sentir.
Necesitaba un lugar un refugio, era yo, al final no necesitaba ningún reflejo, sólo el destello de mi propio camino libre.
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El mal sabor de boca aún sabe cuando recuerdo como flashazo que se trataba de encerrarnos por quince días, dos semanas, que todo pasaría rápido. Pero ahora veo que fue echarnos en reversa, un regreso a los espacios más olvidados y a las dinámicas menos apresuradas; aunque esto pronto se vio saboteado por las innumerables sesiones en zoom, blue jeans, meet, jitsu… ojalá nos viéramos tanto como lo hicimos en este tiempo en que el impacto más estrepitoso radicó en conocer al otro en su desorden, sudando su incertidumbre, en vernos y sentir los retortijones de nuestra incomodidad, de la perversa incertidumbre.
Parece que el mes de la primavera se vio rebasado con el inicio de un ciclo que fue de muchas muertes, de muchas despedidas sin cuerpos, de llantos que se hicieron insomnio, bruxismos, dolores de cabeza, ansiedad y vacíos. Hubo exceso de casi todo: de información, desinformación, números, miedo, frases motivadoras, estilos de cubrebocas. Y en todos esos excesos hubo desesperanza y esperanza a la vez, hubo parquedad y colores, creatividad y parálisis … Coexistimos con el virus.
En los primeros días del covid el ventanal de mi recámara prestada estuvo a oscuras tanto como yo, porque encima de que no era posible salir y aquello se sentía como si nos cortaran las alas enfermé de tosferina. Una enfermedad que se creía superada y hasta controlada como los miedos de la infancia, como la frágil autoestima, como el dolor por abandono.
Mentiras.
Me sentí más sola y tan débil que dudé poder.
Mis mañanas y descansos al dormir se tornaron en convulsas crisis de tos y asfixia. No tuve a mis abuelas ni a mi madre cuidándome y haciéndome tomar leche de burra como antes hacían, sino por el contrario, el alópata me llevó por una agotadora carrera de antibióticos. El salbutamol no fue efectivo tanto como mi temor de morir ahogada, que me mantuvo alerta. Imaginé que quizá así podían sentirse algunos de los pacientes con fibrosis pulmonar. Para julio tosía menos, pero hasta ahora, algunas veces, por la noche me sorprende una tos que me priva cual cuerda apretada en el cuello que me sacude como maldición.
En casa me blandí de privilegios porque no tuve que salir a la calle a trabajar ni por comida; salvo porque en algún momento se volvió insostenible seguir dentro de la guarida. Malamente me saturé de actividades que ordenaron mis días y le dieron seudosentido. Lloré frente a mi pantalla por las fotos y mensajes de despedida que amigos escribieron para su padre o su madre, lo que para algunos fue un adiós simultáneo. Me lamenté de estar en mi silla deseando abrazarles, sintiendo calambres en el corazón.
La indiferencia, imperturbable espectadora en tu obra funesta, contempla extasiada la actuación soberbia de la Muerte en el escenario hostil de un mundo desinteresado.
Atónita de su postura, bebe el aliento de la audiencia insensible como jornalero que bebe el agua al terminar su labor. Tirana como ella, eres peor que el devorador, consumes a tu presa lentamente no con letal convicción.
Indiferencia desgraciada, intempestiva y desolada, ni la muerte en su más infame escena es capaz de menguar tu impiedad.
Los gritos remotos de quien ruega misericordia no logran perturbar el sosiego de un drama sombrío que manipulaste.
Escribo. Escribo que… No, mejor no. Intento, sí, eso sí. Experimento, inclusive. ¿Intento la palabra? ¿La experimento? ¿Y el resultado? Estas preguntas, nada más. Entonces sí escribo, escribo que escribo. Me construyo sobre las palabras. Las palabras son mi casa, mi isla. El lugar donde me aíslo. Aquí no se usa cubrebocas. ¿Cuántas palabras se me han quedado allí? Derivo en el umbral de la puerta: salir o no salir, ¿esa es la cuestión? Miro desde la ventana o hacia la ventana. Tantos ojos han entrado a mi habitación, tantos se han inmiscuido en mi isla. Sigo escribiendo que escribo, que naufrago en el escritorio, en la isla de la escritura. Mi isla se edifica de palabras que también son islas y son ventanas para mirar afuera y mirarme adentro. Enciendo la pantalla y escribo: soy una isla. Escribo que escribo que soy una isla y me veo escribiendo que escribo. Veo mis ventanas, las abro, salgo a vistazos, salgo de mí para verme escribiendo que escribo que escribía que escribo. Escribo, luego existo. Me aíslo, luego escribo. Afuera de mi isla todo es vaivén y silencio. Así construyo mi habitación a la deriva: el silencio es el mar más profundo, pienso. En mi isla, el silencio es otra isla. Isla sobre isla: no-escritura sobre escritura: antipalimpsesto. Escribir también se trata de no escribir. Me escribo: me construyo y me destruyo. Escribir es trazar una línea, un dibujo, una figura. Dibujo mi isla, estas líneas son su costa y sus fronteras. Afuera y adentro está el silencio. Quizás el silencio es el resto del aislamiento, de mi condición de isla. ¿Cuántos silencios escribí? Si los reúno, ¿cuánto mar me espera? ¿Cuántas islas invisibles puedo construir en el aire? ¿Las palabras son islas y los espacios/silencios son el agua desbordada del mar? Y leer, ¿leer es navegar entre los trazos de la palabra? Estas leyendo, estás navegando. Vas en un navío al borde de las islas, pero abres las ventanas. ¿No tiene? Dibújalas, escríbelas. ¿Qué ves? Cierto, que escribo. Sí, te escribo, te dibujo. ¿Y tú? ¿Verdad? Me escribes. Escribes que me escribes. Leer también es escribir a la distancia, desde los huecos de las islas. Escribo que escribes. Escribí que escribes y escribiré que escribes. Desde el presente, pasado y futuro son dos orillas rodeadas de silencios. Voy a escribir de nuevo. Hago un inventario de ese espacio. ¿Qué es el espacio? Despejar de toda oscuridad el aquí y el allá. Escribo: los días también son islas. En mi aislamiento, he transitado cuatrocientas cincuenta y tantas islas extintas y me imagino en un archipiélago, en un texto donde las palabras son islas. Escribo en una página del aire: somos palabras en un texto donde nos tapamos la boca. Aprendí a escribir sin manos, a liberar las palabras, a desaislarlas, para verlas dibujar su trayecto. Escribimos, porque escribir es la única manera de acercarnos, de mirarnos desde nuestro aislamiento.
Javier murió en agosto del año pasado. Lo último que vi de él fue una foto que mandó al chat de nuestro grupo de amigos. Estaba en un parque cerca de su casa. Escribió que ya no aguantaba el encierro. El parque lo recuerdo bien porque alguna vez estuvo también cerca de mi casa, jugábamos ahí cuando éramos niños. Luego, de la nada, semanas después, un amigo del grupo nos informó que Javier había muerto de covid-19. Creí que era una broma. Pero su padre nos mandó una invitación para una misa por Javier vía Zoom. Asistí y me dijo que se murió en el baño de su casa: se quería lavar antes de que lo llevaran al hospital. El padre estaba destrozado: su hijo se le había muerto entre los brazos. Días después intenté, infructuosamente, contactarlo, pero no me contestó. Temí lo peor. Tenía razón. Se enfermó de lo mismo, y también murió. Al menos él sí llegó al hospital.
En septiembre perdí el trabajo. A los que no teníamos contrato nos dejaron ir. “Siempre es bueno ver nuevos aires, además, los que nos quedamos. . . pues también sufrimos porque nos quitaron prestaciones”, me dijo el cabrón de mi jefe. Estuve dos meses desempleado. Luego me empezó a llegar trabajo. Ahora laboro como contratista independiente. Siempre había tenido miedo de no tener un ingreso fijo, pero ahora trabajo desde mi casa y hasta gano un poco más.
En octubre declaré mi verdadera orientación sexual a los más llegados. Lo hice porque ya no podía más. Tantos años esforzándome porque la gente viera lo que no soy. Temía, antes que nada, la reacción de mi madre. No le gustó cuando se lo dije, por supuesto. Pero imaginé mayor rechazo. Le pregunté si me iba a dejar de hablar. Me dijo que por supuesto que no. ¿Abandona uno a su hijo cuando está enfermo? No entendí la lógica, pero ahora estamos más cerca. Agregó que todo estaría bien mientras no le presentara ni hablara de mi pareja. Perfecto, porque no tengo pareja. Pero no la necesito por ahora. Desde que el encierro me sacó del clóset he estado en contacto con grupos de gente maravillosa, involucrado en proyectos y con una comunidad que me acepta.
Muchas cosas cambiaron, pues, durante la pandemia. Ahora estoy ansioso por regresar a la normalidad, aunque el mundo, necesariamente, será otro: sin Javier, sin mi trabajo de ocho a cinco, sin dos tíos que perdí también y sin tanta otra gente no tan allegada. Y si no hubiera habido pandemia, ¿qué habría pasado? ¿Habría dejado mi trabajo monótono? ¿Habríamos hecho esa reunión aplazada con Javier y los amigos de la colonia? ¿Seguiría con este nudo trenzado en el alma que ahorcaba mi identidad? Si aprendí algo en la pandemia fue que no hay que usar nuestra mente para rumiar sobre lo que hubiera pasado. La creatividad es demasiado preciosa para gastarla así. Hay que usar la imaginación para transformar la realidad.
El eco del ruido de las calles dejó de sonar. Toda la culpa la tienen las partículas que nacen de nosotros mismos, pero el problema no somos nosotros. Sentí como si la humanidad hubiera dejado un vacío, la soledad externa parecía ahora la peor temporada de la existencia para muchos.
Mis pocos años en este plano de existencia me han hecho vivir mi adolescer de diecisiete años en estas cuatro paredes, ellas comenzaron a ser el rebote de mi voz que estaba perdida; la busqué, traté de darle letras para que tuviera más fuerza. Supongo, nuestro dialecto es sólo una herramienta para esto que tiene su proceso.
Ahora mi mundo se volvió una habitación llena de personas, de sensaciones que el mundo podría decir son normales; pronto pasarán, quizás lo único que pase será cuando quieran encontrarte y estés en las estrellas. Siempre brillaremos, pero hay maneras de no llegar tan pronto al anochecer eterno.
Fueron batallas que aún puedo dejar presente en mi vida, quizás todo empezó a ser más difícil cuando nos acercamos a quienes sólo veíamos en un cruzar de miradas y se diluyeron viajando en el eterno silencio, esas personas hoy se volvieron más presentes, los vimos como conocidos muy desconocidos, hasta yo fui un extraño para mi existencia.
Quería llenar mi alma de cosas que terminaban haciéndome sentir peor, ¿podría dejar de sucederme? ¿Cuándo mi humanidad será perdonada por la vida? Sentía que me ahogaba en mi mente, mis palabras parecían sueños que nunca cumpliría, mis pensamientos dejaron de verse de un tono claro, y mi sentir estaba lleno de un color azul.
Sólo eran estaciones que me llevaban de un lado a otro, pero todo el tiempo estaba en las nubes, porque no quería mirarme, no quería sentir, quería correr toda la vida del dolor, el encontrármelo era encontrarme con mi primera muerte. Estaba lleno de miedo, pero nadie más que yo lo entendía, necesitaba arriesgarme.
Para que nuestra realidad tome forma necesitamos imaginar las estrellas, sin embargo es necesario llevar todo de ti para bajar a la tierra y transformarla en una verdad.
Los mensajes durante tanto tiempo lejos del otro se han vuelto un consuelo en la penumbra, hoy en mi habitación las reacciones de la vida son una alarma que resuena en todo el mundo. Esto no fue vivir, estuvimos sobreviviendo.
Ya no soportaba estar más en el suelo, quería correr, quería dejar ese lugar, tenía cadenas que llevaban mi nombre, cada una me hundía, pero estaban cayendo una a una. Mis letras han sido el soporte que me engancharon al aquí y el ahora, necesitaba quitarme las sábanas de encima, huir de aquel lugar fue girar en una rueda, hasta que se partió por la mitad. Ya había sido demasiado, el camino está en mí, era mi ser pidiéndome sentir.
Necesitaba un lugar un refugio, era yo, al final no necesitaba ningún reflejo, sólo el destello de mi propio camino libre.